Por Marc Lacey
The New York Times
(Traducción libre)
Para unirse a una de las más feroces pandillas de Centroamérica, Benky, una joven diminuta con un grueso rímel y tatuajes que corren de arriba a abajo de sus brazos, tuvo que tener relaciones sexuales con al menos una docena de sus «homeboys» en una noche. Ella recuerda entre sollozos incontrolables cuando el último joven subió sobre ella y cada uno se juntó a su alrededor para felicitarla por haber logrado hacerse miembro, hecho y derecho, de la Mara Salvatrucha.
El líder de pandilla le ordenó a Benky, en ese entonces de 14 años, que robara en autobuses, arrancarle los collares a algunas personas y hasta matar a una muchacha de una pandilla rival. Ella siempre condescendía, aunque Benky dijera que no estaba completamente segura si su rival sobrevivió a la bala ella le despidió en su espalda.
«Pensé parecían mi familia», dijo Benky justificando su ingreso a la pandilla, mientras pedía que su nombre completo no fuera utilizado. «Pensé que yo conseguiría el amor que nunca tuve. Pero ellos me golpeaban. Siempre me ordenaban. Me dijeron que tenía que robar o matar a alguien, y lo hacía».
Cuando ella trató de abandonar la pandilla cinco años más tarde, sus «homeboys» le pegaron seis tiros. Las cicatrices todavía visibles sobre su cuerpo atestiguan su historia, como lo hacen los trabajadores sociales que la visitaron durante los nueve meses que ella pasó en un hospital.
Tan horrible como parece, la historia de Benky no es la única. Su lamento es uno de tantas jóvenes que integran las pandillas de la región, y en entrevistas muchas han confesado relatos similares sobre su iniciación con experiencias sexuales, palizas, robos y asesinatos que han cometido para ganar su lugar dentro de la organización.
Nuevas evidencias sugieren que las jóvenes como Benky, la mayoría de 18 años o menos, puedan constituir una gruesa parte de las filas en las pandillas de Centroamérica, más de lo que se había imaginado, muchas de ellas situándose a horcajadas entre la línea que separa a las víctimas y victimarios.
«Hay mucho más mujeres, adultas y jóvenes de las que alguien imaginó», dijo Ewa Werner-Dahlin, embajadora de Suecia en Guatemala. «Esto es una sorpresa para los expertos y demuestra que las autoridades han estado reaccionando en contra de las pandillas sin realmente entenderlas».
Su gobierno recientemente ayudó a financiar un estudio que incluyó entrevistas con más de mil miembros y ex miembros de las pandillas, hombres y mujeres, a través de Centroamérica. Ello dio las luces de que las mujeres podrían representar al menos el 40% de los pandilleros de la región. Otros expertos aseguran que ese porcentaje es más bajo.
Las pandillas centroamericanas, que han hecho un nicho de violencia por Guatemala, El Salvador, Honduras y aún los Estados Unidos, como se estima, tienen al menos 100 mil miembros. Entre ellos son sólo un pequeño número de pandillas integradas sólo por mujeres y dirigidas por mujeres, aseguran los expertos. Es mucho más común la realidad de Benky -unas jóvenes envueltas en un mar de abusos sexuales en pandillas de hombres.
Esto es el abuso constante en sus vidas, cuando se presenta en su casa a menudo las impulsa a pertenecer a las pandillas, y ahí, continúa bajo el velo de protección. La pandilla se convierte en su familia adoptada, dicen las mujeres, que conlleva una mezcla imprevisible de afecto y agresión.
«Si una muchacha es abusada por su padre, la pandilla intervendrá y le pondrá fin», dijo Gustavo Cifuentes, un ex pandillero que tiene unos extensos antecedentes penales y que ahora trabaja para el gobierno de Guatemala en la búsqueda de una vida mejor fuera de estos grupos.
Si las mujeres no siguen las direcciones del líder, reconoció Cifuentes, se gana una paliza o algo peor.
Los miembros masculinos dicen que las muchachas juegan un papel esencial y no sólo como compañeras sexuales. Ellas son capaces de moverse con más libertad en las calles cuando la policía está alrededor, transportando drogas o armas. En el robo a un autobús son mejores, dicen los pandilleros experimentados, con un equipo de dos hombres y dos mujeres, los pasajeros vuelven confundirse sobre quiénes son los malhechores.
Con cuatro ingreso a la cárcel, Benky, ahora de 23 años, experimenta una nueva fase en su vida, pero uno casi tan dura como todo que ella vivió antes. Sus heridas le han hecho cojear por la vida vendiendo caramelos en los autobuses que ella solía robar porque sus tatuajes la descalifican para otras formas de empleo.
La mayoría de sus compañeros de pandilla han muerto en tiroteos con la policía, dijo, siendo una de tantas experiencias que le tocó enfrentar y que se transformaban en mensajes para que abandonara esa vida que llevaba.
«Se mira bien desde afuera», dijo Benky sobre el por qué se había unido las pandillas. Para entender su sentimiento, ayuda conocer sobre su niñez, que son similares a las otras mujeres que integran las pandillas.
Ella comenzó a vivir en las calles cuando tenía 6 años con un hermano mayor. Benky no está segura que le pasó a su madre, y recuerda que su padre no tenía ningún interés en cuidarlos. Su hermano fue asesinado por un miembro de la Mara 18, lo que la incitó a unirse a la pandilla rival, y una de las más grandes de la región, la Mara Salvatrucha, dijo, buscando cariño y aceptación.
Benky había comenzado a rondar por la pandilla y conoció a unas otras mujeres que se habían unido. Ellas le dijeron que todo lo que tenía que hacer era hablar con el líder para que la incluyera también. Y antes de que se diera cuenta lo que pasaba, sus nuevos «familiares» se desvestían y se preparaban para tener sexo con ella.
Los abusos redujeron cuando comenzó a salir con uno de los miembros y éste la protegió del resto.
«í‰l era muy amable», dijo. «A veces, él robaba en autobuses sólo para conseguirme lo que quería».
Otras chicas, que insistieron en usar sólo sus nombres de pila o apodos, confesaron que arruinaron sus vidas, aseguran haber estado cerca de la muerte viviendo pesadillas sobre todas las cosas horribles que hicieron en honor a sus pandillas y en contra de sus vecindades. A menudo comienzan, con sexo grupal, y sus mentes por lo general se aturde con el alcohol y la marihuana.
Ana, de 21 años, pasó cuatro años como un miembro de la Mara 18, y dijo que para ingresar le dieron dos opciones: sexo grupal o una paliza, porque ella era amiga de la novia del líder. «Otras muchachas no consiguieron escoger», dijo. «Pensé que la paliza era mejor. Quedé con el ojo morado, pero al menos no me embaracé o conseguí una enfermedad».
Sus días como integrante de la pandilla eran intensos, recuerda, lleno de asaltos, robos y otro tipo de comportamiento que considera «extravagante».
«Aprendí más o menos a usar un arma, pero era mejor con un cuchillo», dijo ella.
Su pandilla tenía un líder especial para ellas, y un día le ordenó que le diera una paliza a una chica que la molestó. La muchacha resultó ser amiga de Ana, pero Ana dijo hizo lo que tuvo que hacer.
Otra ex integrante de 17 años llamada Moncha, se entristece cuando describe cómo alguien de su misma pandilla mató a su amiga a tiros. «Perdí a mi mejor amiga, y mi propia pandilla la mató», dijo. «Fue cuando comprendí que si ellos la mataron, podrían matarme, también. Estuve cansada de vivir esta vida».
Ana tuvo una oportunidad que los otros no tuvieron, algo que le permitió dejar la vida de la pandilla atrás. Su madre moría de cáncer, y esto la incitó a moverse a casa y cuidar de ella. La larga enfermedad de su madre le permitió a Ana romper con las pandillas.
Su camino fue más fácil que el de Benky porque ella nunca se tatuó para identificarse como miembro de pandillas. Evitar tatuarse se hace cada vez más común pues los gobiernos centroamericanos castigan a las pandillas «con mano dura», o la policía de mano firme, cuando ven a una banda organizada.
En la cárcel de Santa Teresa, un correccional para mujeres en la Ciudad de Guatemala, pueden encontrarse señales tanto de esperanza como de desesperación. Bianca, de 24 años, una integrante de la Mara 18 permanece en prisión bajo cargos posesión de droga, luce con orgullo sus tatuajes y habló de proteger su vecindad.
Pero otra interna, de 25 años, quien se identifica como Feliz, dijo que tiene la intención de abandonar la pandilla cuando cumpla su condena por robó a autobuses. En sus primeros años tras las rejas, sus compañeros de pandilla la visitaban, dijo. Pero esto de pronto se acabó. Hoy, cinco años después, sólo es su madre la que le lleva comida y ropa.
«Ella es la familia», dice feliz. «Esto tomó varias años pero finalmente los aprendí».