Berta Singerman


A Berta Singerman, la escuché en dos recitales. Fascinante. Vivir -desde dentro- el mensaje que encierra cada poema. El poder transmitirlo con delicada sensibilidad. La modulación de su voz, su limpia dicción, sus gestos y su dominio escénico, lo transporta a uno a otra dimensión donde moran las musas y las hadas con un fondo musical arrancado a una lira.

Mario Gilberto González R.

Escucharla era un deleite para el espí­ritu. Con facilidad el oyente se adentraba en el sentimiento que el poeta quiso expresar en armonioso versos. Bella manera de decir lo que se lleva dentro,

Berta Singerman rompió el ritmo monótono del verso en la declamación tradicional. Lo hizo expresión. Diáfano. Emotivo y sentimental. Declamar fue para ella saber interpretar al poeta y el poema y decir en alta voz el secreto de su mensaje, con un encanto que, unido a sus gracias personales era un deleite cada uno de sus recitales. Fue una declamadora exquisita y única.

Con razón se dice de ella que «nació para darle voz a los grandes poemas». Dotada de una sólida formación cultural «pudo decir los poemas de inmensos poetas, con infinita sutileza y matices.»

José de Falla -por ejemplo- dijo de Berta Singerman «…mientras nosotros los compositores buscamos música para las palabras, Berta extrae música de las palabras.» Se dice que era llena de gracia y armoní­a. Y por ese encanto musical con el que enriqueció su declamación, se dijo también, que era una «lira viviente».

Los calificativos le son merecidos. Ramón del Valle Inclán «… no dudó en proclamar que poseí­a la rara maestrí­a de armonizar la voz y el gesto, provocando una fuerte emoción.»

«En recuerdo del cantor de la antigua Grecia que iba recitando poemas de pueblo en pueblo acompañado de una cí­tara», a Berta Singerman se le distinguió con el tí­tulo de Rapsoda: excelsa intérprete de la poesí­a castellana.

«Le devolví­ la poesí­a al pueblo -decí­a Berta Singerman- Saqué la poesí­a de los libros a los que solo accedí­an minorí­as selectas.» no se sentí­a recitadora o declamadora. «Soy intérprete, ese es mi oficio.» Sólo que una intérprete de calidad original e insustituible.

El secreto y la gracia con lo que enriqueció el arte de la declamación, está en que Berta Singerman se convertí­a en el poeta, en el momento mismo que declamaba un poema suyo. El poeta estaba presente y se reflejaba en la voz dulce y meliodiosa de la declamadora. Vivencias y sentimientos afloraban espontáneos y la magia de la declamadora, arropaba a su auditorio de inmediato.

«Â¿Qué es esto? ¡Prodigio! Mis manos florecen / Rosas, rosas, rosas en mis dedos crecen. / Mi amante besóme las manos, y en ellas, / ¡oh gracia! Brotaron rosas como estrellas.» Con qué delicada dulzura Berta Singerman declamaba este milagro afectivo de la sensitiva Juana de Ibarbourou. El poema «Tú me quieres blanca» de Alfonsina Storni, alcanzaba en la voz suave de la declamadora, el delicado deseo de pureza con el que el amado la deseaba. «Tú me quieres alba, / me quieres de espumas, / me quieres de nácar. / Que sea azucena / sobre todas, casta. / De perfume tenue.»

Recia y fuerte era su voz cuando declamaba «Los Caballos de los Conquistadores» de José Santos Chocano. Hací­a sentir la pisada firme de los cientos de caballos sobre suelo virgen de paz y armoní­a. «Â¡Los caballos eran fuertes! / ¡Los caballos eran ágiles! / Sus pescuezos eran finos y sus ancas / relucientes y sus cascos musicales… / ¡Los caballos eran fuertes! / ¡Los caballos eran ágiles!»

Hací­a sentir el monótono de las botas… botas… botas, sobre los charcos y a lo largo de caminos interminables de Rudyard Kipling y «Eran las cinco de la tarde», de Federico Garcí­a Lorca. Las cinco de la tarde que se adentraban como un martillo dando golpes repetitivos, cuando justo a esa hora, el novelista y torero Ignacio Sánchez Mejí­as, fue corneado de muerte por el toro «Granadino» en la plaza de Manzanares y siendo gran amigo de Federico Garcí­a Loarca, éste escribe su sentida elegí­a. Berta Singerman resalta ese dolor punzante, a las cinco de la tarde.

El tono de voz cambiaba como un surtidor de agua pura, para expresar los diversos estados de ánimo, que magistralmente expresa Porfirio Barba Jacob (Miguel íngel Osorio Bení­tez) en su poema «Canción de la vida profunda»: «Hay dí­as en que somos tan móviles / como las leves briznas al viento y al azar…/ Talvez bajo otro cielo la gloria nos sonrí­a…/ La vida es clara, undí­vaga y abierta como un mar.» Pero también dice Barba Jacob, que hay dí­as en que somos fértiles, sórdidos, plácidos y lúgubres.

Berta Singerman supo darle su tono de picardí­a que exigí­a un poema. Lo hizo magistral en la Negra Fuló de Jorge de Lima. En el poema «Un loro, un mono y un señor de Puerto Rico» y más aún en «Cuento» de José Batres Montúfar».

En cambio, cuando declamaba poemas como «Encuentro con Hiroshima» de Eugen Jebeleanu, el tono de su voz era diferente. Suave y quejumbrosa que despertaba profundos sentimientos de dolor e impotencia. Ante ese pedazo de tierra desbastado por los efectos de una bomba mortí­fera, el poeta queda impávido y su dolor lo desgarra intensamente. La declamadora le da vuelo a ese sentimiento que se queda aferrado al escucha que se hace partí­cipe del inmenso daño humano. «Â¿Dónde están tus pequeños Hiroshima? / Quizá en el océano / de plata imposible… / Quizás en la infinita bóveda / del cielo. / O acaso en esta misma tierra / que yo piso» Por su importancia, recomiendo la lectura de este artí­culo, en Marí­a del Mar, «La sonrisa de Hiroshima» (La Hora, editoriales, 2 de agosto de 2005).

Se lució con su poema «Los pregones de Buenos Aires». Fue escrito especialmente para ella. Es el amanecer de Buenos Aires, cuando los vendedores ofrecen variedad de sus productos. Cada quien lo hace con su canto particular y con diversos modos de dicción que la hacen un encantador de mosaicos de voces. Berta Singerman sabí­a expresar el sentir y el decir de cada quien al momento de ofrecer su producto. Inigualable e irrepetible.

Berta Singerman nació en Ninsk Belarus, Rusia, el 9 de septiembre de 1901. Muy jovencita fue llevaba por sus padres a Buenos Aires, donde estudió y desarrolló todo su potencial artí­stico. A los 97 años de edad, falleció de un paro cardiorrespiratorio el 10 de diciembre de 1998. Su voz no se ha apagado y menos su recuerdo. Berta Singerman es un sí­mbolo del buen declamador que, lastimosamente, poco a poco se va perdiendo.