Alejandro Urrutia (Guatemala, 1951), un verdadero personaje en el sentido literario, es también el último espécimen del artista romántico: con plena conciencia de su genio, blande su prodigioso oficio de pintor y dibujante con cierta aristocracia ante un mundo ciego como un toro que, en el bullicio del ruedo, no sabe discernir las finezas del espíritu.
Su obra tiene, en efecto, una elegancia excepcional que, en nuestros tiempos de conceptuales brutalidades, podría ser considerada anacrónica si no fuera porque encarna valores clásicos y permanentes de un arte concebido como espejo de la vida profunda, esa que, por un lado, lo aguijonea exigiéndole un oficio llevado a los límites de la exactitud expresiva y, por otro, lo atormenta con la intensidad convulsiva y abrumadora que implica la experiencia personal a esos niveles de existencia. Porque, hay que decirlo, Alejandro Urrutia no es el testigo pasivo que desde cierta distancia retrata con desapasionado realismo las formas superficiales de la accidentada topografía de un paisaje urbano, de una multitud o de un rostro, sino que su obra surge de un demorado recorrido vivencial por esas realidades escabrosas. Su aristocracia artística -y su dandismo y bohemia? no se originan en un desprecio hacia las multitudes anónimas, hacia las modas del momento o hacia los círculos de conocedores, sino de haber salido indemne de esas experiencias temerarias; o mejor dicho, sus obras son como las heridas que luce con el orgullo de quien está acostumbrado a llevar una vida peligrosa.
Si el genio y el talento son los blasones de su nobleza y las heridas ?sus obras? los trofeos de sus aventuras insensatas en el campo peligroso de la existencia extrema, casi resulta lógico ?y trágico? el muro de incomprensión que la gente edifica a toda prisa en torno a su obra y a su carácter de artista: todo el mundo lo conoce como personaje literario pero nadie está dispuesto a reconocer lo que él y su obra artística encarnan en la realidad descarnada de la actualidad. Hay en todo esto algo que recuerda al Quijote que, por cierto, es uno de los temas recurrentes y en el que, a veces, logra la expresión cabal de la incomprensión de su inspirada locura idealista y justiciera.
Con esas nobles cartas de presentación, resulta contradictorio que sea un artista que no sienta plaza y se dedique simplemente a vivir de su fama y su prestigio, por otro lado, bien ganadas. Pero, fiel a la imagen del artista romántico, Alejandro le huye sistemáticamente al éxito: prefiere las andanzas en pos del viento a la venta de su ya comprometido tesoro: la libertad. Como consecuencia, su obra se haya dispersa entre sus amigos artistas, escritores, teatristas, ballestistas y naturalmente entre coleccionistas: al respecto, se dice en el medio que no puede haber una colección completa que no incluya una obra de Elmar Rojas, y (habría que agregar) por lo menos cinco o diez de Alejandro Urrutia, lo que habla, además de la calidad de sus obras y del eventual bueno ojo del coleccionistas, de la abrumadora capacidad de trabajo de este artista que quiere seguir siendo simplemente artista y no un profesional del arte.
Una consecuencia del hecho de ser conocido pero no reconocido son los absurdos «encargos» que le hacen y que a veces despiertan su justa cólera, pero que, sin más armas que su oficio prodigioso, acepta con pasividad de cordero pero ejecuta con un cinismo ambiguo que incluye el descuido deliberado, la realización mecánica y sin inspiración y la firma de su talento incomprendido y marginado.
Entre esos extremos de dispersión, pérdida y altibajos deliberados en la calidad, resulta difícil la valoración crítica de su obra, aunque no la identificación inmediata de su estilo académico crispado por palpitaciones expresionistas de inagotable vitalidad y sinceridad humana. Siempre se va a encontrar otro cuadro, en el lugar menos esperado, que muestre otros enfrentamientos con otros temas, con otras dimensiones, con otras técnicas, resuelto con audacia y signado con los rasgos inconfundibles de la genialidad que, en otras circunstancias, bastaría para despertar admiración y respeto.
Juan B. Juárez
Crítico de arte