Eduardo Enrique Sacayón
La posibilidad de que el autollamado gobierno socialdemócrata, que recién empieza un nuevo período presidencial, abriera espacios en las plataformas de conducción del gobierno al liderazgo indígena, vinculado a la reivindicación de los derechos humanos, políticos, culturales o económicos, se ha ido desvaneciendo al completarse la integración de los equipos de administración central.
La apertura de estos espacios ha sido una muestra, en los últimos tres períodos presidenciales, de las intenciones de los gobernantes respecto a las reivindicaciones de este sector.
Se convirtió ya en una tradición el hecho político de asignarle el Ministerio de Cultura y Deportes a ciertos liderazgos indígenas, para su administración, así como otras dos ventanillas, a nivel de segundos de a bordo, en otros Ministerios, como Educación y Trabajo.
Con estos nombramientos, los gobernantes de turno han querido mostrar una supuesta sensibilidad e interés por romper con la tradicional exclusión y discriminación de los pueblos indígenas de las esferas en donde deberían de tomarse las decisiones políticas que definen el desarrollo del país. Otorgando espacios de relativa relevancia dentro de los esquemas de gobierno pero que de ninguna manera ponen en riesgo el control del poder político que siempre requiere de la sanción de las élites de poder económico en el país.
El retoque al rostro de la administración central, con el tipo de nombramientos mencionados, se ha llevado muy de la mano con otros ajustes de orden normativo y formal que han dado lugar al surgimiento de una serie de instituciones y estructuras del gobierno especializadas en temas indígenas que casi siempre carecen de recursos materiales y de escasez de presupuestos del Estado, en donde quedan parcial o totalmente aisladas.
Todo esto ha dado lugar a la afirmación de que la supuesta sensibilidad de quienes ejercen el poder político en Guatemala hacia las demandas relacionadas con el reconocimiento a la diversidad cultural y a la creación de una sociedad incluyente y democrática no pasa de ser una retórica más en el juego de poder, a nivel nacional.
A corto plazo no parece que esta relación entre Estado y pueblos indígenas se modifique sustancialmente, a menos que las élites indígenas rompan con algunos obstáculos que parecen ampliarse al seno de los movimientos sociales en el país.
El gobierno parece todavía tener algún tiempo para renovar algunas de sus políticas y programas que lo muestren más comprometido con algunas reivindicaciones del movimiento indígena. Ha empezado a delegar algunos poderes a indígenas en las jefaturas de gobiernos departamentales. Además tiene pendiente la tarea de un gran diálogo nacional cuya agenda contempla un punto referido a los pueblos indígenas.
Por su parte, el liderazgo indígena todavía tiene dificultades para diseñar su propia agenda y una conducción común.
Una libreta que permita identificar los puntos estratégicos de una lucha con la que se puedan sentir identificados los más de 120 alcaldes que han ganado por votaciones populares en los 332 municipios del país.
Dando lugar a que sus liderazgos no sean simplemente llamados por los gobernantes de turno a ejercer poder sin un programa propio, corriendo el riesgo de ser cooptados, ejerciendo una práctica política, individualista, sin vinculación con sus bases, con lo cual resulta más dañado el movimiento social en general.
La falta de esta agenda común es lo que ha permitido que el liderazgo indígena, con un gran capital político en sus comunidades, quede apresado en la dinámica de los partidos políticos tradicionales.