R E A L I D A R I O (DCXCII)


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¿Cómo LLAMAR A LAS COSAS? Hoy en dí­a no conviene, no trae cuenta, es contraproducente y riesgoso llamar a las cosas por su nombre, en el entendido de que el nombre por el que se las llama es el que les pusieron en la pila bautismal y en el registro civil. Los expertos aconsejan que es preferible, útil y provechoso, siempre hoy en dí­a, llamar a las cosas, denominar o designar, por alguna clase de apodo o mote, sinónimo o palabra afí­n, con rodeos y circunloquios, de forma disfrazada o tangencial, decí­rselo a Juan para que lo entienda Pedro, tomar en cuenta que lo mismo da Chana que Juana, que el pan nunca se entera ni le importa que le llamen vino, y en reciprocidad filosófica, al vino no le interesa ni percibe si le llaman pan… Así­ las cosas…

René Leiva

 


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EL PESO MUNDIAL NO DISMINUYE. En opinión de los conocedores de estos asuntos, es inexacto y fantasioso eso de que cuando algún personaje muere el mundo pesa menos (¿quince gramos a lo sumo?), sin contar con que en el momento preciso de morir, según estadí­sticas confiables, en este mismo mundo nacen varios miles de terrí­colas con un promedio de seis libras y media cada uno; y además, no se ha inventado una báscula que permita pesar el planeta, con todo y todo, al instante o cada vez que muere un personaje no necesariamente peso pesado. Ahora bien, como el muerto también deja (por decirlo así­) un vací­o, en la mayorí­a de los casos, dicho hueco rara vez es un lugar fijo, permanente y localizable,  por razones obvias; es decir, se deja un vací­o aquí­ para servir de relleno allá, en otro lugar; todo lo cual hace que el peso del mundo permanezca invariable con tanta muerte, sea del mortal que fuere, desde tiempos remotos, siempre de acuerdo con los entendedores.
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CELULARICIDIO. Ah, esas pobres gentes que suben a la camioneta teléfono celular en mano, pegado a la oreja, en gran parloteo, trastabillando, tal vez cargadas de tanates, y así­ pagan su pasaje, se cuelgan del tubo horizontal superior y siguen su cháchara, dan de tumbos conforme el armatoste motorizado avanza, no dejan de chismorrear, chocando contra la humanidad de otros pasajeros, a veces vociferando a todo volumen porque el ruido del autobús les impide oí­r sus propias exclamaciones, machucan los pies de quienes van sentados, hasta que en una de esas, en medio de su misma perorata, apenas sienten cuando una bala no tan perdida les arrebata la vida justo en el momento de pronunciar su última palabra electromagnética. Y nunca sueltan el celular, que, en el espasmo mortal, sigue pegado a su oreja por toda la eternidad.

La Hora