Tiempos de Carnaval


Máscaras de Carnaval. La fiesta del Carnaval desde sus inicios siempre ha utilizado la máscara como ví­nculo entre lo sagrado y lo profano. Máscaras guatemaltecas que se utilizan para el dí­a de carnaval que representan personajes de diferentes tipos que ocultan la personalidad del individuo que la porta (fotografí­a: Jairo Cholotí­o Correa).

En muchas culturas populares soñar con una máscara equivale a una traición. Esa creencia, anclada en el inconsciente colectivo proviene de un bagaje cultural de la Edad Media que veí­a a la máscara y al disfrazado como cosas en estrecha relación con el demonio, falso y traidor por excelencia. Incluso hoy dí­a, en el mundo rural, se cree que en el momento de retirar un antifaz se debe pronunciar una suerte de conjuro que, al menos en la zona francófona, viene a decir más o menos esto: «Te tomo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo, Abbias, Obia, Sabia». Al margen de estas últimas palabras oscuras y de significado aún más arcano, sirve el exorcismo para advertir del peligro que entraña ponerse una máscara, como si ello fuera una forma de posesión.

Celso Lara

Las celebraciones del Carnaval en Guatemala se caracterizan por la elaboración de vistosos Una de las representaciones más antiguas de la festividad del Carnaval. La división del año, en donde las Saturnales y Lupercalias juegan un papel muy importante. Aparecen en un libro iluminado del siglo VIII, en Francia en la región de Lorena.

Si el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios, tal y como dice el Génesis, no debe tener la osadí­a de cambiar, so pena de cometer sacrilegio: «non licet -ordena, aunque en vano, el Concilio Autisiodorense (578) en el canon 1º – vetula aut cervolo facere» que quiere decir: no es lí­cito travestirse de ciervo o de vieja. Y no es lí­cito porque enmascararse hace perder al hombre su naturaleza, convirtiéndolo en un í­dolo. Al margen de las transfiguraciones divinas, tan sólo el diablo tiene poder para transformarse. El demonio es la máscara. En un principio, correspondiente más o menos a la época del Canon Episcopi (siglo XII), estas transformaciones parecí­an imaginarias, pero luego fueron estimadas realí­simas, apoyadas por risas sarcásticas, dientes sobresalientes y cornamenta.

La misma voz de máscara procede del poco ortodoxo mundo germánico: en el año 643 aparece citado el término masca, que siete siglos después pasando por talamascae, las mascaradas de los difuntos de Incmaro de Reims (siglo IX) se convertirá en el francés talemaschier, con el significado de cubrir, ocultar bajo una careta.

También de esas arcaicas creencias se nutrirá la imagen negativa que se tení­a de la mujer que usaba muchos afeites para maquillarse. El núcleo central del transformarse, y no sólo en las culturas medievales europeas, es precisamente el talemaschier, el ennegrecerse el semblante con hollí­n o carbón, generalmente de la chimenea. Es costumbre aún practicada en las mascaradas de carnaval.

El rostro negro de hollí­n es señal que suele caracterizar a los seres venidos del más allá, de un mundo presumiblemente iluminado de esos fuegos que, en la experiencia cotidiana de la gente de la Edad Media, impregnaban de hollí­n la chimenea, la cocina y la casa, señal, desde tiempos antiguos, de una estructura doméstica y, por tanto, o al menos en parte, imagen visible del paso de los antepasados.

El hecho de disfrazarse origina un poder lleno de significado: aleja al hombre de la realidad cotidiana y corriente, transportándolo, con o sin la escoba brujeril, al ámbito de lo grotesco, de lo ultramundano. Las pocas imágenes de que disponemos de las mascaradas medievales ilustran figuras monstruosas o paradójicas, muy distanciadas del concepto de la decencia de aquel entonces.

Pero la careta también se vuelve escandalosa, sobre todo porque el que la lleva corre el riesgo de participar de dos naturalezas a la vez, de dos mundos. Se vuelve una similitudo, una species: una imagen del espejo. Ahora bien, el acto de enmascarase no es sólo transfigurarse: lleva a una genuina transformación licantrópica de la persona. Como se deduce a menudo de las investigaciones etnográficas «se convierte uno en lo que representa la máscara que lleva». Así­, igualmente, el hombre carnavalesco se convierte o parece un brujo, un eigi einhamr, que en la antigua lengua noruega significa «el que no tiene una sola forma». Este intermediario será aborrecido por la Iglesia, que quiere ser la única mediadora en el comercio con el alma del difunto y, en general, con el Más Allá. Toda subversión que afecte a ese dictado será reconocida por la institución eclesiástica como herética, demoní­aca, condenable. En otras palabras, non licet.

Las máscaras, en su abanico variado y grotesco, a menudo muestran rasgos bestiales. De hecho, para los humanos, nada tan idóneo como un animal para significar la alteridad del mundo de los muertos. Los rasgos animales trasladan al hombre a un territorio ambiguo, lo distancian de la sociedad, acercándolo al otro mundo.

Otro elemento que caracteriza al carnaval y a los disfraces lo encontramos en esas danzas o posturas que a veces vemos en las miniaturas medievales. Es el caso, por ejemplo, de un salterio del siglo XII, acaso de Reims, donde se observa aun hombre disfrazado de oso, tocando un tambor y rodeado de músicos y bailarines. Estos últimos practican piruetas con las piernas cruzadas o dan volteretas, probablemente al son del tambor del oso. Ni que decir tiene que la danza fue desde el principio prohibida por las autoridades eclesiásticas. Tal vez porque aquellas piruetas testimoniaban un uso corporal para nada en consonancia con la ética y la moral católicas. Sugerí­an una idea de la corporeidad que frisaba el lí­mite de lo aceptable y ortodoxo. Un cuerpo que se impulsa al máximo de sus posibilidades ya muestra en sí­ los rasgos y los movimientos de lo no humano, de otra naturaleza, de un contacto extático con otro mundo. Y eso, claro está, también era considerado non liceo.