Cuando descubrí a Borges, en 1945, no lo entendía y más bien me chocó. Buscando a Kafka, encontré su prólogo a La Metamorfosis y por primera vez me enfrenté a su mundo de laberintos metafísicos, de infinitos, de eternidades, de trivialidades trágicas, de relaciones domésticas equiparables al mejor imaginado infierno. Un nuevo universo, deslumbrante y ferozmente atractivo. Pasar de aquel prólogo a todo lo que viniera de Borges ha constituido para mí (y para tantos otros) algo tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como acercarse más de lo prudente a un abismo. Seguirlo fue descubrir y descender a nuevos círculos: Chesterton, Melville, Bloy, Swedenborg, Joyce, Faulkner, Woolf; reanudar viejas relaciones: Cervantes, Quevedo, Hernández; y finalmente volver a su ilusorio Paraíso de lo cotidiano: el barrio, el cine, la novela policial.
El encuentro con Borges no sucede nunca sin consecuencias. He aquí algunas de las cosas que pueden ocurrir, entre benéficas y maléficas: 1. Pasar a su lado sin darse cuenta (maléfica). 2. Pasar a su lado, regresarse y seguirlo durante un buen trecho para ver qué hace (benéfica) 3. Pasar a su lado, regresarse y seguirlo para siempre (maléfica). 4. Descubrir que uno es tonto y que hasta ese momento no se le había ocurrido una idea que más o menos valiera la pena (benéfica) 5. Descubrir que uno es inteligente, puesto que le gusta Borges (benéfica). 6. Deslumbrarse con la fábula de Aquiles y la Tortuga y creer que por ahí va la cosa (maléfica). 7. Descubrir el infinito y la eternidad (benéfica). 8. Preocuparse por el infinito y la eternidad (benéfica). 9. Creer en el infinito y en la eternidad (maléfica). 10. Dejar de escribir (benéfica).
Augusto Monterroso (1921-2003)