Turistas en el museo. Son contadas las personas que en el Museo Nacional de Antropología habitan, desde hace quince años, tres maestros-magos-brujitos, de origen maya: Boj, Kiloj y Lush, quienes valiéndose de su invisibilidad se divierten en grande, haciendo victimas de sus inocentes travesuras a los desprevenidos visitantes del museo. Quién sabe por qué, los tres exageran la nota cuando se trata de turistas extranjeros. Miss Morton se quedó mirando con evidente interés la figura de barro de un joven sacerdote autóctono que agitaba un pebetero y que no era otro que el mismísimo Boj. La mirada verde hizo que el geniecillo pensara en las pozas sagradas de Chichén Itzá y que se sintiera movido a hacer una pequeña travesura. Sin que la turista se percatara, agitó con fuerza el incensario y una imperceptible nube de polvo llegó hasta las ventanas de la nariz de la joven extranjera. Sonámbula, se alejó de la estatuilla. Sentía una imperiosa necesidad de dormirse en cualquier parte y a toda costa, porque dulces sueños empezaban a dar vueltas en su mente. Se tumbó sobre el césped de la parte posterior del edificio y comenzó a soñar. Sonó el sueño más dulce y feliz de su vida: un príncipe maya de muy alto linaje, la poseía. Media hora después despertó y se marchó tranquila. Del turista ventrudo, con anteojos oscuros, dientes grandes y amarillos, pipa que no se le caía de la boca, se encargó Kiloj. Adquirió la forma del busto de un guerrero indígena y no tardó en acaparar la atención de míster Foster, el comerciante de Nueva York que había hecho su fortuna durante los tiempos de la Ley Seca. Acostumbrado a la insolencia que produce la riqueza en la gente ignorante e inculta, míster Foster no hacía el menor caso de los letreros que recomendaban no fumar. Sacó una gran caja de cerillos e intentó encender su pipa. La cabeza del guerrero maya sopló imperceptiblemente y la llama del fósforo se apagó. Sacó uno más, pero volvió a suceder lo mismo. Cuando el cerillo número cincuenta y siete, que era el último, se le apagó entre los dedos, ya nerviosos, Foster se alejó maldiciendo. Otro visitante, hombre alto y enjuto, con aspecto de gángster, fue adecuadamente atendido por Lush, el día que visitó el museo. Esta vez, el duendecillo no tuvo que esperar mucho tiempo para lucirse. El hombre recorría maravillado las vitrinas y se iba diciendo que no debería salir de allí con las manos vacías, que era imprescindible y necesario, llevarse algo ?a manera de recuerdo?. Por ejemplo, pensó, esa serpiente de jade. Se refería a una representación de Quetzalcóatl (o Kukulkán), enriquecida con incrustaciones de piedras preciosas y como de medio metro de largo.
Otto Raúl González
(Guatemala, 1921-México,2007)