Nosotros, lesbianos


La más reciente producción literaria de José Antonio Móbil (1930), serie de episodios hilados con recuerdos imaginados o deseos nostálgicos, que dan cuerpo a «Yo, lesbiano. Cuentos y relatos» (Serviprensa, 2007, 185 páginas), se lee un poco al margen -y con sorpresa- de otras publicaciones del autor versadas sobre arte, bibliografí­a e historia, pero entroncadas con «Los móviles de Tono» (2005), trazos autobiográficos de un guatemalteco iconoclasta constructivo, revolucionario desarmado, disciplinado bohemio, editor y promotor cultural. Y el asombro es suscitado por el propio tí­tulo, una insólita y atrevida confesión en palabras del propio escribiente, especie de provocación iniciática para botar de entrada toda careta que encubra sospechosos pudores y pudibundeces finiseculares, todaví­a arraigados en nuestra seudoaldea global, en la que, por fortuna, continúa alentando la picaresca chapina emprendida por Batres Montúfar. (No faltará por ahí­ algún inquisidor lector, anclado en época recata, que condene este libro a la hoguera, al menos en forma pública, negándose su condición humana.)

René Leiva

¿Qué hijo de Adán (y Eva) no lleva a un lesbiano dentro, involuntario catecúmeno de la nefandaria Lilith, «reina de la Capilla Sixtina»? ¿Quién que es varón domado, no es lesbiano o lésbico, un adjetivo y sustantivo nunca o rara vez referido al género masculino? A tal grado puede llegar -y llega- la libí­dine, el erotismo, la atracción que provoca una mujer o las mujeres en un hombre, que ser lesbiano -en distinta categorí­a gramatical pero más que convencional- resulta natural y saludable, casi obligatorio, sin dejar de ser viril; más bien reafirmando así­ la fortuna de ser hombre, por gracia del destino, feliz complemento de la mujer no-lesbiana. Acaso el lesbianismo dejó de ser privativo de ciertas mujeres de pelo en pecho, para asumirse por los hombres en algo más que una paradoja literaria. (Algo tendrí­a que incluirse al respecto en «Los monólogos de la vagina» para mayor argumentación documental.)

Al lésbico yo narrador -sujeto y parte consciente individualizada del acontecer- Antonio Móbil le otorga el privilegio de vivir y vivenciar, ser primer actor y testigo, disponer, explicar e interpretar los lances y aventuras en que la carnalidad, voluptuosidad, lascivia o lujuria son la materia prima, el fondo y la forma, cada palabra, cada ademán de esos «dioses de la tierra» que se deleitan a lo largo de la segunda y mayor parte del libro, sucesores legí­timos de esos otros «dioses del paraí­so» -Eva, Adán, Lilith, Eros- que alientan en la primera estación sensual.

«Yo, lesbiano» iba a llevar el tí­tulo de «Jugo de caña»… ¿Pero qué «caña» hablamos, y cuál «jugo»? Podrí­a también denominarse «Aventuras de Prí­apo», aquella divinidad griega romana que padecí­a de satiriasis incurable, pero no terminal. Erudición de lo erótico; culto a las artes amatorias. Epí­grafes de el Arcipreste de hita, Horacio, Ovidio, Eclesiástico, Antonio Brañas. Alfredo Cardona Peña, Alaí­de Foppa… Ninguna mención o alusión, cabe señalar, de Don Juan (el Tenorio o cualquier otro), Safo, Casanova de Seingalt, el Marqués de Sade… En cada página late el amor, el que incita los sentidos y sirve para la generación y suele localizarse en los genitales precisamente. El otro amor, el ideal, «puro», sublime o arquetí­pico, está ausente, exorcizado desde los tiempos del jardí­n de las delicias, por intervención de cierta serpiente que nos valió, a todos, el destierro eterno y la atroz conciencia de nuestra desnudez compartida.

No obstante el obvio desafí­o pecaminoso y transgresor de las buenas costumbres y mejores escrúpulos, este impresionista lector (yo, otro) ha encontrado en «Yo, lesbiano», a la vez, un matiz cargado de ingenuidad en la franqueza casi infantil de estas narraciones que no disfrazan el nombre ni el significado de las palabras. Se puede pulir hedonismos y erigir harenes con un pie en la temperancia del vocablo justo. La misteriosa paradoja del «héroe» devenido en practicante y habitante de la pegaba isla femí­nea, y por lo mismo paradisí­aca, que no arriesga su condición rijosa en tal desdoblamiento y pone en aprietos a la ficción.

En el último capí­tulo, «Elogio del calzón», como postre fetichista, el narrador instituye la «Orden del Calzón Fragante», atribuyéndose para tal acto un tanto clerical y burocrático, que ningún lector, incluso en mórbido juicio, se atreverí­a a objetar y menos a interponer algún tipo de querella ante tribunal competente. ¿Es calzón primo hermano o hermano mellizo del calzoncillo? ¿Serí­a la hoja de parra el remoto antecedente del hoy tabú de marca, confeccionado en prosaica maquilas? ¿Quién no quisiera ser ordenado, pero nunca jubilado caballero de la referida cofradí­a? ¿Cuántos trofeos deben aportarse para merecer el honor de pertenencia? Faltole expresar al apologista que el calzón, velo de Salomé, es el triunfo de la carne ante el cinturón de castidad.

Remata nuestra obra la inquietante reproducción de un grabado fechado en 1513, posiblemente alemán, en que aparece una mujer desnuda, rebenque en mano, montada en la grupa de un anciano en cuatro patas, también desnudo y con brida, en medio de un jardí­n que no es del Edén.

Para el hombre común todaví­a hay mucho de misterioso en una lesbiana, esa mujer que esconde su fuego sagrado para consumir a otra de su sexo, un fruto envenenado por el que valdrí­a la pena alcanzar un espasmo agónico, pero no el último.