Pasajeros de Indias. Viajes trasatlánticos en el siglo XVI


Hay muchos libros interesantes que sobre los años de la conquista han aparecido publicados en diferentes editoriales, una buena parte también por el Fondo de Cultura Económica. El investigador de estos temas puede encontrar tí­tulos dedicados por ejemplo a los judí­os en América, la inquisición en la Nueva España, el olfato y lo imaginario social en los siglos XVIII y XIX y libros como éste dedicado al estudio de los viajes trasatlánticos en el siglo XVI.

Eduardo Blandón

Este libro es fabuloso porque José Luis Martí­nez presenta un trabajo muy bien documentado con unos resultados que ayudan al lector a comprender las vicisitudes que los españoles experimentaron para venir o regresar a América o España. La cosa no era fácil, esos hombres, mujeres y muchas veces también niños eran sin duda héroes que al viajar se aventuraban a morir. Por esa razón muchos ya vení­an ungidos por el sacramento de la «buena muerte», porque podí­a ser la última de las travesí­as en este mundo.

Pero no sólo de ese ejercicio de aventura y deseos de gloria que era venir de España a América habla el autor, sino también de la piraterí­a, los naufragios, el comercio de negros y cosas especí­ficas como el tipo de alimentación que los pasajeros comí­an en esos viajes, el problema de las enfermedades, los impuestos y estadí­sticas relativas a la cantidad de españoles venidos a estas tierras paradisí­acas del nuevo mundo.

Lo primero que tení­an que hacer quienes decidí­an o estaban obligados a hacer un viaje trasatlántico, dice el autor, era llegar a Sevilla, donde se contrataba e iniciaba el viaje. Esas travesí­as a Sevilla eran difí­ciles, viajes en mulas, a pie, malos caminos, poco dinero, mala alimentación y quizá sólo mucha mí­stica. Los religiosos, dice Martí­nez, vení­an con su breviario, rezaban los salmos y algunas veces pedí­an posada para poder dormir en el camino. Era un viaje agotador que exigí­a mucho ánimo.

«A pie como los frailes austeros o en una buena cabalgadura, se podí­a ir a casi todas partes, pero contando con el tiempo. Salvo obstáculos mayores -montañas, barrancos, grandes rí­os o mal tiempo-, podí­an recorrerse de 20 a 30 Km. a pie y de 30 a 40 si se contaba con una cabalgadura. La máxima velocidad que podí­an alcanzar los correos era de 100 Km. en 24 horas, combinando caballos, carruajes, barcos y corredores a pie».

Una vez llegados a Sevilla, los aspirantes al viaje tení­an que pedir un permiso. No cualquiera podí­a viajar, se tení­a que tener cierta solvencia económica o una especie de subsidio especial como los monjes que gozaban del apoyo de la Corona. Viajar sin permiso era una locura que podí­a ser castigado con cárcel o multas considerables.

A partir de 1518, dice el autor, se suceden las disposiciones reales para reglamentar el paso a las Indias, sancionar a los que viajaban sin licencias, impedir el paso de los herejes y prohibir el viaje a España de los nativos del nuevo mundo. Las prescripciones acabaron por constituir una maraña -para cuyo incumplimiento siempre existí­an recursos- que muestran cuáles eran las preocupaciones dominantes en este aspecto.

Ya comprado el pasaje no queda sino prepararse para el viaje comprando las provisiones necesarias para el viaje: alimentación, bebida y libros (según se fuera religioso dominico y jesuita principalmente). Luego vení­a la larga travesí­a en barcos o carabelas incómodas por sus dimensiones y la larga espera por tocar tierra firme. A este respecto el autor dice que Fray Tomás de la Torre refiere con pormenor el matalotaje que adquirieron en Sevilla para los 47 frailes y legos que formaron el grupo de viaje:

«En Sevilla quedó el padre Fray Jerónimo de Ciudad Rodrigo y algunos otros para entender en el matalotaje, el cual hicieron muy largo y muy cumplido; compraron ornamentos, colchoncillos, camisas, pescado, aceite, vino, garbanzos, arroz, conservas, muchas vasijas de cobre, así­ como cántaros, ollas, sartenes, aceiteras, jeringas, vino, bizcocho y otras muchas cosas que son necesarias para la mar y para después de llegados a tierra; y por dilatarse la partida se perdió mucho delmatalotaje y otro se dañó?».

Los barcos eran pequeños y los pasajeros por consiguiente pocos. Martí­nez dice que, por ejemplo, en las tres naves del descubrimiento viajaban 90 hombres, 40 en la capitana o almirante Santa Marí­a, y los otros 50 en las dos carabelas. Esto provocaba que el viaje fuera incómodo y las largas horas de sueño eternas. De la cámara que tení­a Colón en la Santa Marí­a, dice Martí­nez Hidalgo que ’debí­a ser pequeña’, y añade que sólo cabrí­an en ella -por los indicios que tenemos del propio almirante- ’una mesa, silla taburete, arca, cofre, enseres de escritorio y servicio de mesa, lavamanos y cama, ésta con una colcha o arambel’.

Los viajes eran largos y si se tení­a mala suerte no se llegaba nunca al destino final. Habí­an muchos peligros: el mar, la falta de alimentación, enfermedades y hasta los asaltos salvajes de los piratas. Con buena suerte podí­a pasar lo que les ocurrió a los legendarios 12 franciscanos cuyo viaje según el padre Mendieta duró 109 dí­as, que menos los 56 de descansos en las etapas, hacen 53 dí­as hábiles de navegación, es decir, casi dos meses.

«Treinta años más tarde, en 1554, el propio historiador Mendieta hace el mismo viaje y su experiencia es atroz: sólo hace su naví­o escala en el puerto de Ocoa, en la isla Española, y su navegación tarda ’cuatro meses sin faltar un dí­a: y ellos tardaron poco más de tres, siendo más los dí­as que pausaron y descansaron que los que anduvieron por la mar’».

Sobre la alimentación a lo largo del viaje, el autor dice que era muy frugal y repartida por encargados que, según cada provisión, administran. Obviamente, a la salida del viaje solí­a ser más abundante y generosa la ración, pero con los dí­as se era más estricto. En cuanto a la descomida también era cosa no fácil y exigí­a una dosis de desvergí¼enza y tolerancia de todos por los malos olores. Los únicos que testimonian estos episodios fueron Antonio de Guevara y Eugenio de Salazar. Irritado por la falta de decoro que se le impone, el primero dice que «todo pasajero que quisiera purgar el vientre y hacer algo de su persona, esle forzoso de ir a las letrinas de proa o arrimarse a una ballestera, y lo que sin vergí¼enza no se puede decir, ni mucho menos hacer tan públicamente, le han de ver todos asentado en la necesaria como le vieron comen en la mesa».

Para matar el tiempo se solí­a leer en abundancia (al menos los lectores empedernidos) y participar en ciertos certámenes poéticos, peleas de gallo, representaciones teatrales, cuando no, simplemente habí­a que contemplar el cielo o hasta pescar tiburones o tortugas. Que también escribir era posible en las naos lo atestigua Antonio de Saavedra, dice el autor, que viajó a pretender a España en los años finales del siglo XVI. í‰l mismo lo refiere a propósito de la composición de un poema épico ’El peregrino indiano’ (impreso en Madrid, 1599): ’aunque he gastado más de siete años en recopilarla, la escribí­ y acabé en 70 dí­as de navegación con balanceos de nao y no poca fortuna’.

El libro resulta extraordinario por la cantidad de información que maneja. Es magní­fico para quienes apenas tienen conocimiento vago y general de los años de la conquista y muy valioso para el estudioso que trabaja en estos temas. Buen libro para estos dí­as de Navidad. Se lo recomiendo. Puede adquirirlo en el Fondo de Cultura Económica y librerí­as del paí­s.