Hay muchos libros interesantes que sobre los años de la conquista han aparecido publicados en diferentes editoriales, una buena parte también por el Fondo de Cultura Económica. El investigador de estos temas puede encontrar títulos dedicados por ejemplo a los judíos en América, la inquisición en la Nueva España, el olfato y lo imaginario social en los siglos XVIII y XIX y libros como éste dedicado al estudio de los viajes trasatlánticos en el siglo XVI.
Este libro es fabuloso porque José Luis Martínez presenta un trabajo muy bien documentado con unos resultados que ayudan al lector a comprender las vicisitudes que los españoles experimentaron para venir o regresar a América o España. La cosa no era fácil, esos hombres, mujeres y muchas veces también niños eran sin duda héroes que al viajar se aventuraban a morir. Por esa razón muchos ya venían ungidos por el sacramento de la «buena muerte», porque podía ser la última de las travesías en este mundo.
Pero no sólo de ese ejercicio de aventura y deseos de gloria que era venir de España a América habla el autor, sino también de la piratería, los naufragios, el comercio de negros y cosas específicas como el tipo de alimentación que los pasajeros comían en esos viajes, el problema de las enfermedades, los impuestos y estadísticas relativas a la cantidad de españoles venidos a estas tierras paradisíacas del nuevo mundo.
Lo primero que tenían que hacer quienes decidían o estaban obligados a hacer un viaje trasatlántico, dice el autor, era llegar a Sevilla, donde se contrataba e iniciaba el viaje. Esas travesías a Sevilla eran difíciles, viajes en mulas, a pie, malos caminos, poco dinero, mala alimentación y quizá sólo mucha mística. Los religiosos, dice Martínez, venían con su breviario, rezaban los salmos y algunas veces pedían posada para poder dormir en el camino. Era un viaje agotador que exigía mucho ánimo.
«A pie como los frailes austeros o en una buena cabalgadura, se podía ir a casi todas partes, pero contando con el tiempo. Salvo obstáculos mayores -montañas, barrancos, grandes ríos o mal tiempo-, podían recorrerse de 20 a 30 Km. a pie y de 30 a 40 si se contaba con una cabalgadura. La máxima velocidad que podían alcanzar los correos era de 100 Km. en 24 horas, combinando caballos, carruajes, barcos y corredores a pie».
Una vez llegados a Sevilla, los aspirantes al viaje tenían que pedir un permiso. No cualquiera podía viajar, se tenía que tener cierta solvencia económica o una especie de subsidio especial como los monjes que gozaban del apoyo de la Corona. Viajar sin permiso era una locura que podía ser castigado con cárcel o multas considerables.
A partir de 1518, dice el autor, se suceden las disposiciones reales para reglamentar el paso a las Indias, sancionar a los que viajaban sin licencias, impedir el paso de los herejes y prohibir el viaje a España de los nativos del nuevo mundo. Las prescripciones acabaron por constituir una maraña -para cuyo incumplimiento siempre existían recursos- que muestran cuáles eran las preocupaciones dominantes en este aspecto.
Ya comprado el pasaje no queda sino prepararse para el viaje comprando las provisiones necesarias para el viaje: alimentación, bebida y libros (según se fuera religioso dominico y jesuita principalmente). Luego venía la larga travesía en barcos o carabelas incómodas por sus dimensiones y la larga espera por tocar tierra firme. A este respecto el autor dice que Fray Tomás de la Torre refiere con pormenor el matalotaje que adquirieron en Sevilla para los 47 frailes y legos que formaron el grupo de viaje:
«En Sevilla quedó el padre Fray Jerónimo de Ciudad Rodrigo y algunos otros para entender en el matalotaje, el cual hicieron muy largo y muy cumplido; compraron ornamentos, colchoncillos, camisas, pescado, aceite, vino, garbanzos, arroz, conservas, muchas vasijas de cobre, así como cántaros, ollas, sartenes, aceiteras, jeringas, vino, bizcocho y otras muchas cosas que son necesarias para la mar y para después de llegados a tierra; y por dilatarse la partida se perdió mucho delmatalotaje y otro se dañó?».
Los barcos eran pequeños y los pasajeros por consiguiente pocos. Martínez dice que, por ejemplo, en las tres naves del descubrimiento viajaban 90 hombres, 40 en la capitana o almirante Santa María, y los otros 50 en las dos carabelas. Esto provocaba que el viaje fuera incómodo y las largas horas de sueño eternas. De la cámara que tenía Colón en la Santa María, dice Martínez Hidalgo que ’debía ser pequeña’, y añade que sólo cabrían en ella -por los indicios que tenemos del propio almirante- ’una mesa, silla taburete, arca, cofre, enseres de escritorio y servicio de mesa, lavamanos y cama, ésta con una colcha o arambel’.
Los viajes eran largos y si se tenía mala suerte no se llegaba nunca al destino final. Habían muchos peligros: el mar, la falta de alimentación, enfermedades y hasta los asaltos salvajes de los piratas. Con buena suerte podía pasar lo que les ocurrió a los legendarios 12 franciscanos cuyo viaje según el padre Mendieta duró 109 días, que menos los 56 de descansos en las etapas, hacen 53 días hábiles de navegación, es decir, casi dos meses.
«Treinta años más tarde, en 1554, el propio historiador Mendieta hace el mismo viaje y su experiencia es atroz: sólo hace su navío escala en el puerto de Ocoa, en la isla Española, y su navegación tarda ’cuatro meses sin faltar un día: y ellos tardaron poco más de tres, siendo más los días que pausaron y descansaron que los que anduvieron por la mar’».
Sobre la alimentación a lo largo del viaje, el autor dice que era muy frugal y repartida por encargados que, según cada provisión, administran. Obviamente, a la salida del viaje solía ser más abundante y generosa la ración, pero con los días se era más estricto. En cuanto a la descomida también era cosa no fácil y exigía una dosis de desvergí¼enza y tolerancia de todos por los malos olores. Los únicos que testimonian estos episodios fueron Antonio de Guevara y Eugenio de Salazar. Irritado por la falta de decoro que se le impone, el primero dice que «todo pasajero que quisiera purgar el vientre y hacer algo de su persona, esle forzoso de ir a las letrinas de proa o arrimarse a una ballestera, y lo que sin vergí¼enza no se puede decir, ni mucho menos hacer tan públicamente, le han de ver todos asentado en la necesaria como le vieron comen en la mesa».
Para matar el tiempo se solía leer en abundancia (al menos los lectores empedernidos) y participar en ciertos certámenes poéticos, peleas de gallo, representaciones teatrales, cuando no, simplemente había que contemplar el cielo o hasta pescar tiburones o tortugas. Que también escribir era posible en las naos lo atestigua Antonio de Saavedra, dice el autor, que viajó a pretender a España en los años finales del siglo XVI. í‰l mismo lo refiere a propósito de la composición de un poema épico ’El peregrino indiano’ (impreso en Madrid, 1599): ’aunque he gastado más de siete años en recopilarla, la escribí y acabé en 70 días de navegación con balanceos de nao y no poca fortuna’.
El libro resulta extraordinario por la cantidad de información que maneja. Es magnífico para quienes apenas tienen conocimiento vago y general de los años de la conquista y muy valioso para el estudioso que trabaja en estos temas. Buen libro para estos días de Navidad. Se lo recomiendo. Puede adquirirlo en el Fondo de Cultura Económica y librerías del país.