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Estaba un día un padre con su hijo arando en el campo y dijo aquél a éste:
–Hijo, mira esa herradura que has desenterrado, recógela y guárdala.–
–No vale la pena agacharse por esa herradura vieja y oxidada– contestó indiferente el muchacho.
El padre en silencio la recogió y la guardó en su alforja. Por el camino cercano pasó otro agricultor, quien le cambió la herradura por un puñado de cieruelas muy frescas y rojas.
Siguieron arando. El sol brillaba alto y faltaba mucho terreno por surcar.
El muchacho tenía tanta sed que ya casi no podía seguir a su padre. Este entonces dejó caer disimuladamente una ciruela, la que el chico recogió en el acto y comió con avidez. Poco después el padre dejó caer otra ciruela que corrió la misma suerte, luego otra y otra hasta que se acabaron.
El padre entonces se volvió sonriendo y dijo:
Ves hijo, si te hubieras agachado una sola vez a tomar la herradura, no hubieras tenido que doblarte tantas veces para recoger las ciruelas.–
Todo trabajo, por pequeño que parezca,
si es realizado a tiempo evitará
fatigas posteriores.