Fe y Polí­tica


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El proceso electoral entró en su fase final, teniendo como elemento esencial la controversia de quien participa, y no tanto el debate de lo que se propone y de cómo se abordarán los temas sustantivos de la realidad nacional. En este contexto, algunos “expertos” han iniciado un ataque marrullero contra quienes a partir de su Fe cristiana, expresan abiertamente su temor a Dios y su declaración explí­cita de ser súbditos de í‰l.

Mariano Rayo

 


No dudo que si un candidato o candidata expresara su Fe judí­a, islámica, budista  u otra, y se llegara a atacar la misma, como se ataca a quienes se expresan por su Fe cristiana, estarí­amos en medio de una controversia por intolerancia, racismo, intransigencia y tantas otras cosas más.

Guatemala es un paí­s creyente y eso tiene que respetarse, caso contrario eso es intolerancia e irrespeto a la libertad de las personas. Desde el preámbulo de nuestra Constitución Polí­tica se invoca el nombre de Dios y la misma se inspira en las tradiciones nuestras y en los ideales de nuestros antepasados. Y acá me permito transcribir el contenido del artí­culo 36 de nuestra Constitución Polí­tica de la República: “Artí­culo 36.- Libertad de religión. El ejercicio de todas las religiones es libre. Toda persona tiene derecho a practicar su religión o creencia, tanto en público como en privado, por medio de la enseñanza, el culto y la observancia, sin más lí­mites que el orden público y el respeto debido a la dignidad de la jerarquí­a y a los fieles de otros credos.”

Hoy se quiere imponer el criterio que la vida cristiana y la vida polí­tica son antagónicas. De hecho, se ha vuelto frecuente escuchar las crí­ticas que hacen algunos cuando se emiten opiniones y fija posiciones, desde la perspectiva cristiana, sobre la coyuntura que el paí­s atraviesa. Ahora, esta idea –religión y polí­tica como incompatibles– está, por demás, bastante difundida aunque, no por ello, corresponda a la realidad de las religiones y, en este caso, a la vida cristiana misma. En este caso, bastarí­a con recordar los evangelios, en donde se llama hipócritas a quienes descuidaban el amor al otro por la simple correspondencia a una ley deshumanizante. En la fe cristiana, la vida polí­tica es una expresión más del “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. El compromiso y la conducta de los cristianos se resume en lo siguiente: “El derecho-deber que tienen los ciudadanos con fe, como todos los demás, de buscar sinceramente la verdad y promover y defender, con medios lí­citos, las verdades morales sobre la vida social…”.

¿Cuál es el horizonte especí­fico desde donde el cristiano (laico o religioso) ha de asumir su inserción en la vida sociopolí­tica y económica de los pueblos? Lógicamente, desde la misma vida de fe: desde sus auténticos contenidos y su llamado genuino por lograr condiciones de existencia más humanas para todas las personas.
Para quienes tienen Fe y se han involucrado en el servicio público, la vida polí­tica es una condición del seguimiento de Cristo y es una experiencia que se arraiga en la búsqueda personal y cotidiana de Dios, a través de una praxis histórica que dignifique las condiciones de vida de todos los seres humanos, reconociéndolos como sus hermanos.

La búsqueda de la presencia de Dios en lo cotidiano, en los ámbitos personales y comunitarios, no es un estilo de vida que le es propio sólo a una categorí­a de cristianos –quizás a los reconocidos oficialmente como religiosos. Es, más bien, una forma de vivir, un estilo de vida, que define al ser mismo de la praxis y la necesaria reflexión de la propia vida de fe.

En el último censo de población, más del 80 por ciento expresó tener una afiliación religiosa, eso es alrededor de  11.5 millones de personas. Si el pueblo guatemalteco es en su mayorí­a creyente, cristiano o no, es una realidad que incide en el ámbito polí­tico, y los polí­ticos no pueden abstraerse de esa realidad.

Promover los valores y principios cristianos en la vida polí­tica y en las polí­ticas públicas, no es un error, es un acto de coraje y valentí­a. ¿O acaso quieren que volvamos al debate si la polí­tica no debe ser moral?