El ocaso de las monarquí­as


En sus orí­genes todas las formas de empoderamiento se basaron en el uso de la fuerza bruta, del abuso, de la crueldad y de la astucia. Las monarquí­as se justificaban hace cientos de años cuando el poder tení­a que concentrarse en una sola persona para agilizar la toma de decisiones, ya que el estado de guerra era lo normal y cotidiano y se poní­a en juego la total sobrevivencia de conglomerados humanos y, especialmente, las preciadas posesiones de los señores: tierra y siervos o súbditos; quienes, a su vez, habí­an perdido ya la conciencia del origen del empoderamiento de sus amos o reyes y nada ni nadie estaba en capacidad de poner en tela de duda la legitimidad de dicho poder, mucho menos retarlo o atentar contra él, ya que la ideologí­a religiosa dominante, el Cristianismo, lo justificaba afirmando que el poder de los reyes se fundamentaba en la voluntad de Dios.

Milton Alfredo Torres Valenzuela

Estas formas, hoy primitivas, de acceso y ejercitación del poder, moldeó las culturas y la psique de los pueblos de la antigí¼edad (casi todos), a tal grado, que los códigos éticos, sobre todo aquellos llamados caballerescos, se convirtieron en paradigmas de conducta que, para bien o para mal, se impusieron durante muchos siglos, especialmente en las aristocracias de dichos pueblos, irradiando sus principios a las demás clases y grupos sociales.

El nivel de sofisticación de la cultura alcanzó lo sublime bajo el auspicio de las grandes monarquí­as, cuyo poder permitió la edificación de obras artí­sticas que, hoy por hoy, siguen conmoviendo a cuantos se detienen a contemplarlas. Obras que por demás está enumerarlas porque más de alguna nos ha salido al paso y nos ha transmitido el sentido del poder real que alcanzaron las monarquí­as en su momento. Las grandes colecciones de pintura y sus palacios hoy pueden ser visitados por todo el mundo, pero hubo épocas en que este privilegio estaba reservado únicamente para ellos y los cortesanos, sus sirvientes más cercanos, entre quienes se distinguí­an los grandes músicos y pintores al servicio de sus majestades.

Pero todo pasa, y con el advenimiento de la Revolución francesa y de la Independencia Norteamericana, esa forma de poder llegó a su fin. Sobre todo después de la Revolución francesa que marcó el fin de las monarquí­as para siempre y para dejar al pueblo en posesión absoluta de su soberaní­a.

Solamente los pueblos más conservadores mantienen vivas artificialmente a sus monarquí­as. Probablemente su psique colectiva; sus intereses turí­sticos; su temor al cambio radical o a la clausura total de un pasado «glorioso» les detenga en el curso natural que señala desde hace ya mucho tiempo, el ocaso y fin de las monarquí­as.