¿Quiénes somos los votantes? ¿Cómo se nos puede definir? ¿Qué se espera de nosotros? ¿Por qué votar? Estas son algunas de las preguntas que bien valdría la pena responderse, no sólo como buen ejercicio intelectual (propio del que suele ser reflexivo y le espanta la idiotez), sino también para ser responsables de nuestros actos y usar con inteligencia nuestra voluntad.
A mi modo de ver, los votantes, esos que acudiremos el domingo a las urnas con cierto entusiasmo, somos un grupo de personas cuyo rasgo más sobresaliente es el de la «esperanza» o para no parecer partidista de ningún grupo diré que nos define la «ilusión». Confesemos que en nuestro corazoncito existe al menos algún grado de ilusión, deseamos en el fondo que las cosas cambien y así nos creamos expectativas por el candidato de nuestra elección. El más escéptico dirá dentro de sí: «yo sé que las cosas no cambiarán nada, pero por si acaso o para seguir el juego de la democracia, aquí estoy».
Somos un grupo de gente enamorada por la utopía y enganchados en los sueños. Lo nuestro es la fantasía. Quizá por eso nos creemos la magia de la seguridad «el 14 a las 14 horas», estamos fascinados con la idea de «no pagar impuestos», la seducción del bienestar para todos y la libertad nos tiene encandilados. Así, vamos jubilosos (con algún grado de alegría) a depositar nuestro voto. Luego regresamos a casa y meses después, como niño que espera el regalo de «Santa», aguardamos el milagro: el fin de la pobreza, el surgimiento de la libertad, la seguridad y la paz. Huelga decir que posteriormente se repite el círculo de la desesperanza y la frustración para empezar después (en cuatro años) con una nueva ilusión.
De los votantes también se espera mucho. Los políticos obnubilados por las turbas que los aclaman sueñan que la aprobación es popular. Empiezan a sospechar en que Dios mismo los ha elegido para una misión y se creen eso de «vox pópuli, vox Dei». «Será fácil gobernar con un pueblo unido, piensan. Escribiré mi nombre en la historia de Guatemala». El candidato pierde la brújula y se le olvida la realidad, que la gente hoy puede aplaudir, pero mañana te puede hundir. Queda demostrado así que tanto los votantes como los votados viven una ilusión.
Esto parece la historia de un idilio, pero en todo caso un microidilio. Aquí el amor no nace, crece, se reproduce y muere, sino simplemente nace y muere. El nacimiento puede durar lo que tarda la propaganda de un anuncio de televisión, el vistazo a las encuestas o el comentario de un amigo. La muerte es súbita: sólo un día después de la toma de posesión del candidato o en caso de testarudez si mucho unos meses.
Las razones para votar están fundamentadas en la ilusión. No importa que ésta sea absurda y en la práctica se pierda por ser un «mal negocio» (como la niña enamorada ?ilusionada? con el salvaje que la maltrata pero que la hace feliz), lo importante son esos espacios de felicidad. No es cierto, por tanto, que uno no viva de ilusiones. í‰stas son fundamentales y eso lo saben a la perfección los candidatos.