La tiquicia


Yo viví­ en Costa Rica durante dos años. Fue aquí­ (porque ahora estoy en la «tiquicia», como ellos le llaman) que terminé los estudios de diversificado. En aquel lejano 1984 y 1985, Costa Rica era un paí­s pequeño, poco desarrollado y casi dirí­a provinciano. En los pueblos la gente se conocí­a (en Cartago, por ejemplo, que fue donde yo viví­), era amable y profundamente religiosa. El paí­s era sereno y lo único que la hací­a vibrar era el fútbol y la polí­tica.

Eduardo Blandón

En la actualidad algunas cosas han cambiado. Por una parte continúa siendo un paí­s pací­fico, trabajador, religioso y de gente educadí­sima, pero por otra se siente inevitablemente el paso de eso que los sociólogos llaman «globalización». El paí­s se ha comercializado en extremo, todo es «business» y los negocios surgen como hongos. Cartago, por ejemplo, es un hervidero de tiendas, la gente pulula por doquier y vive bajo el signo del consumo. El paí­s ha entrado en el aro de los signos de los tiempos y no es muy diferente al estilo de la mayor parte del mundo.

Eso sí­, hay contrastes. Mientras el mundo parece caminar de prisa y valorar el tiempo («time is money»). En los bancos, por ejemplo, o en las oficinas públicas, las cosas caminan despacio, para qué correr. Usted quiere cambiar un cheque y puede ver las grandes colas. La gente parece resignarse y no chista casi en absoluto, quizá ni imaginan que las cosas podrí­an ser diferentes. Si quiere hacer alguna gestión, tómese su tiempo que fácil podrí­a tomarle un par de semanas.

Igual cosa sucede con las carreteras. í‰stas quedaron angostas, pequeñas y casi de un solo carril. Los buses en ocasiones la ocupan casi toda y tanto taxis como vehí­culos particulares la comparten tranquilamente. Evidentemente, el tránsito vehicular no puede compararse ni peregrinamente al relajo de la Villalobos con la genialidad del Transmetro, a la San Juan o la carretera hacia El Salvador, pero ya se empieza a ver que las cosas aquí­ también tronarán aunque ellos tienen más tiempo que nosotros para arreglárselas.

La gente en Costa Rica es educadí­sima, ya lo he dicho. Los buses paran en los lugares donde deben, la gente hace cola para abordarlos y al descender casi todos le dicen gracias al conductor. No hay brochas, gente cantando, pidiendo dinero ni con cara de marero. La seguridad es casi total. Es evidente que la educación ha hecho sus efectos en el paí­s. El transporte público es, si lo comparamos al nuestro, casi perfecto. Aquí­ es inevitable no contrastar nuestra situación a la de los «ticos».

Los costarricenses, mire cómo es el mundo de relativo, dicen estar mal. Hay muchos asaltos, comentan, «algunos arrebatan celulares por las calles», la vida está cara y los sueldos por los suelos. Sin embargo, uno puede ver una extensa clase media que tiene lujos comparado a nuestros pobres: teléfonos, educación, salud, vivienda y seguridad. La gente aquí­ ni se imagina el concepto de «inseguridad». No pueden ni pensar el significado de subirse a un bus y que cuatro pistoleros asalten a todos los usuarios, que los mareros tengan en vilo al paí­s y cobren impuestos casa por casa, que los policí­as (algunos o muchos) sean delincuentes, que no se pueda dejar el carro estacionado en la calle y que uno, finalmente, esté condenado al estado de sitio desde tempranas horas del dí­a por la inseguridad de las calles. Estos «maes» no tienen idea de lo que hablan cuando dicen «estar mal».

Con todo, regreso pronto a Guatemala porque la extraño, por mis hijos, los amigos y el trabajo. No sabe cuánta dicha es no saber nada de manos duras ni palomas. Esta es una dicha que ojalá todos pudieran realizar. Para cumplirla sólo se requieren dos cosas: ser vago y tener una mujer que trabaje fuerte. No pierda las esperanzas.