Una luz en mi vida se ha apagado. Se extinguió.


Hay desafí­os que el ser humano no está dispuesto o, en el peor de los casos, preparado para enfrentar. Uno de ellos es el adiós definitivo. Sobretodo cuando quien te lo dice, no te lo dice directamente, se va, así­ nomás, cumpliendo con el cí­rculo temporal, soltando su mano de este mundo. A descansar.

Eswin Quiñónez
eswinq@lahora.com.gt

Asimilar la idea de desprenderse de alguien que se ama requiere de mucha paciencia, paciencia para acomodar los recuerdos en el anaquel de momentos irrepetibles. Aprender a llorar y reí­r mientras pasa todo ese proceso de reacomodo de vida. Después de la partida, sólo queda la mano agitándose hasta que la resignación nos haga continuar caminando.

Una luz en mi vida se ha apagado. Se extinguió. Victoria, una mujer dura y testaruda de 90 -y-tantos años, capaz de amenizar una reunión de familia y acaparar el centro de atención con sólo sentarse en el sofá y platicar de sus vivencias, dijo adiós. Alguien que estuvo, vivió, caminó, lloró, parió, trabajó, se enojó, se rió, hizo amigos, muchos enemigos, tuvo pareja, vio a sus nietos, a sus bisnietos, y a los hijos de ellos, corrió, bailó, tomó cerveza. Murió.

Era la referencia de abuela que tuve toda mi vida. No recuerdo haberla visto sin canas. Usaba una peineta que siempre guardaba en su desgastado delantal a cuadros con el que viajaba, cuando aún podí­a hacerlo. Una viejita dulce y con unas capacidades que siempre le admiré. Vivió sin aprender a leer ni escribir, pero tení­a una sabidurí­a proverbial. íšnica. Sus palabras eran la ley, al menos para mí­.

En los últimos años, me conmoví­a su andar cansado, los lienzos de su cuerpo arrugados y su cabeza llena de algodón. Nunca perdió la sonrisa y creo que se la llevó al cielo. Mi madre me dio la noticia, y creo que ella siente más el deceso de la abuela que yo, o que ninguna otra persona. A todos nos llega ese dí­a, el dí­a de desprenderte de tus ancestros y seguir el camino que han dejado, por eso me duele no haber estado en el momento de ese triste adiós.

Pero ya le solté la mano. Hoy Victoria, la abuelita Toya, descansa tranquila, satisfecha por la vida sincera que tuvo. Dejó unos buenos hijos y vivió más de lo que muchos quisieran vivir. Su historia hoy es el camino de quienes llevamos su sangre, y los que nos quedamos, sabemos que hay un ángel que nos abraza desde su nuevo hogar.