Uno debería tener educada la capacidad del gusto. Idealmente, por ejemplo, tener la cualidad de distinguir entre una buena taza de café y un «agua de calcetín», entre un buen libro y un adefesio escriturístico. Estas son cosas que no se tienen así por así, innatas, concedidas al nomás nacer, no lo creo, me parece que son cosas que deben cultivarse, so pena de ser un cavernícola que se conforme con cualquier cosa. Esto de saber catar es tan básico incluso en temas como el licor, la música, las mujeres, los hombres y un amplio etcétera.
En el tema político es igual. Tener descompuesto el «gustómetro» es conformarse con cualquier cosa. Y vaya que en nuestro país a veces falta una buena iniciación política que permita discriminar lo bello de lo horroroso y la paja del trigo. Creer que cualquier candidato es bueno no es sino estar confundido, desorientado y sin capacidad alguna en el sentido del gusto. Sería como creer que cualquier hombre (o mujer) son buenos para uno.
Tener mal educado el sentido del gusto debería ser causa suficiente para aislar al sujeto en cuestión y ponerlo en cuarentena en un hospital, recluido mientras se cure y esté lejos de difundir su pernicioso virus. Los desorientados son peligrosos, no sólo para ellos mismos que suelen equivocarse, caerse y escaparse de matar por sus decisiones idiotas, sino también para los demás. Imagínese a un padre de familia con el sentido del gusto en estado calamitoso (digamos el que se refiere al tema político), es una amenaza pública para la esposa, los hijos y hasta a los sobrinos, cuñados y suegros. Vociferará tonteras y, si es convincente, hará caer a todos en su estado comatoso.
El sujeto con el gusto político atrofiado o enfermo dirá juicios tan espeluznantes como lo diría el que no sabe de café. Algo así como que «el café instantáneo es el mejor de todos», «el café recalentado sabe igual al que se acaba de hacer» o que «el café ensucia los dientes». Juicios errados que cualquier conocedor mediano del tema podría contradecir. Por eso no es equivocado decir que personas así son causa de preocupación y angustia pública.
El «gustómetro» político debe afinarse para no fijarse en cosas que parecen banales. El otro día alguien me decía que no votaba por un candidato porque le parecía «gay», otro me dijo que la forma de hablar de uno de los aspirantes le parecía abominable y, finalmente, un amigo me dijo que lo que necesitaba el país era un candidato que masacrara a los delincuentes (casi que pusiera una bomba atómica sobre el país para empezar de nuevo). Expresiones así muestran no sólo que el gusto está atrofiado, sino que también el «ideómetro» está por los suelos. A estos niños hay que llevarlos a la escuela para que aprendan buenos modales, ponerlos a ver Plaza Sésamo, Barney u otro programa educativo conforme a su nivel intelectual.
No sé si dará tiempo en estos ochenta y tantos días que restan para las elecciones en materia de educar el gusto político, pero bien haríamos, al menos, en meditar si estamos desorientados o no a la hora de escoger candidatos. Urge aprender a catar y desarrollar el sentido del gusto en este campo. Afinémonos.