Cada familia tiene sus historias, hechos que la engrandecen o provocan pena y a veces hasta vergí¼enza. Las historias contadas siguen de generación en generación y en ellas hay héroes y villanos. Pasados los años escarbamos entre los arcones y encontramos esas historias reales que queremos contar. En este caso, como diría nuestro Virgilio, yo las cuento a mis nietos, para que las lean primeramente con sus primeras mentes.
Hace poco fue el aniversario de Matilde, la hermana menor de Amalia, su historia circuló entre la familia de generación en generación envuelta en un tinte de tragedia. Eran hermanas con una diferencia en el almanaque como de ocho años, con un físico poco coincidente estampado en dos almas nobles: Amalia, alta y espigada, con el pelo recogido a la usanza, vistiendo siempre de negro, mirada directa y escrutadota, mujer de pocas palabras que sin ser una belleza poseía un conjunto interesante que lo hacia resaltar su porte erguido. Su hermana, Matilde, menos imponente, de menor estatura, risueña, de tez muy blanca, nariz recta y boca bien dibujada. Una belleza enmarcada en una mata de cabello rojizo.
El esposo de Matilde, José Maria, era un hombre de familia aristocrática, de los de la capital como se acostumbraba a decir, no aristócratas provincianos como Amalia y su hermana. Hombre bien educado en Inglaterra, caballeroso y de modales suaves, de esos que retiraban la silla de la mesa a su esposa y le acercaban la servilleta en cada hora de comida. No habían tenido hijos y vivían permanentemente en la finca, al menos Matilde, pues con los años el esposo se ausentaba cada vez más tiempo. A don José Maria así como le sobraban modales de caballero, también le sobraban las damas interesadas en conocer de cerca su trato, y él no se hacia de rogar; ella cerraba los ojos a la realidad y ese tema no se ventilaba en su casa.
Al paso de los años se sumía cada vez más en una profunda depresión, su ánimo de vivir se iba perdiendo, ya no salía de la casa a cuidar sus plantas, ni siquiera a ver el atardecer a las orillas del río, el caudaloso Nil de aguas turbulentas que corrían por el desfiladero camino del mar. Lo que se comentaba en voz cuchicheada era que la señora consumía mucho licor; sin darse cuenta el monstruo implacable del alcoholismo se fue apoderando de ella; difícil precisar cómo y cuándo principió el mal.
Amalia dejó de tener noticias de Matilde, pasados dos meses le llegó un aviso que la alarmó: su hermana tenía semanas de no salir del cuarto, si lo hacia era solamente para usar el baño, no recibía más que unos sorbos de agua. Permanecía con las ventanas y puertas cerradas día y noche, el señor estaba ausente desde tiempo atrás, según se decía pasando una temporada con una señorita más allá de la frontera con México.
Saberlo y disponer la calesa para el viaje fue cosa que Amalia ordenó en un santiamén, eso que no era viaje corto, se hacían casi dos días de camino. Lo que se encontró fue peor de lo que esperaba. Matilde con el cuerpo y el alma vencidos, la inanición era notoria, pero lo más grave era su falta de deseos de vivir. Cuentan que echaron abajo la puerta cerrada con pasador y fue sacada en brazos hasta la calesa, Amalia la llevó arrullada hasta la casona de San Antonio en donde sus hijas todavía niñitas quedaron impresionadas por el fantasma viviente que llegaba, para ellas Matilde era el arquetipo de la belleza, le llamaban «nana chula».
Se avisó al doctor Sardá, amigo de la familia, quien prescribió lo que creyó conveniente pero nada podía levantarla de aquella profunda debacle de cuerpo y espíritu; hablaba algunas palabras, luego se negaba a recibir alimentos; a la tercera semana entrando la noche murió.
Fue tendida vestida de blanco con un camafeo negro al cuello, siempre le habían gustado las joyas y las tenía bonitas, regalo, la mayoría, del esposo. Le cepillaron cuidadosamente su pelo rojizo que llevaba muy largo. Cuatro velas grandes guardaron el féretro al lado de otros tantos recipientes de bronce cargados de flores.
Se había dispuesto el entierro a las tres de la tarde esperando que no lloviera, cuando a eso de las dos le anunciaron a Amalia, sentada cerca del cuerpo de su hermana, llegó don Chema, está en la entrada de la calle y pregunta por usted. Cuentan que sin aspavientos ni teatralidad se quedó unos minutos silenciosa, luego pidió a familiares y amigos que dejaran solo el salón. Instruyó a la empleada que dijera al señor que tenía media hora para estar junto al féretro y que luego se marchara para siempre.
Don José Maria de riguroso luto, muy señor como solía ser, estuvo de pie al lado de su esposa la media hora concedida, quién sabe que mundo de recuerdos deben haber cruzado por su mente; al terminar el plazo salió silenciosamente sin hablar con nadie, tal como había entrado y nunca más regresó. Días más tarde, envió a las niñas unas joyas que Matilde guardaba para ellas, quedaron como tesoros de familia.
Pasado un tiempo Amalia anticipando que no estuviera el esposo, hizo viaje para recoger las cosas de su hermana. Llegó un buen día tijera en mano y cortó los monogramas de casada de la mantelería y ropa de cama, fue lo único que se llevó de regreso. La cristalería y los servicios de comedor pieza por pieza los hizo añicos contra el suelo, jamás quiso volver a pasar ni siquiera frente a la entrada de aquella casa. Amalia vivió muchos años, murió en 1987 a los 92, extraordinaria mujer, viuda desde joven vistió siempre de luto, dejó un legado de entereza y carácter, tuvo muchos nietos, yo fui uno de ellos.