En 1960 se produjo un intenso debate en Estados Unidos por la candidatura presidencial de un católico, John F. Kennedy, a quien parte de la población descalificaba por su credo y específicamente por la subordinación que los católicos tenemos al Sumo Pontífice. Kennedy zanjó la cuestión cuando dijo que en cualquier tiempo y circunstancia gobernaría pensando en el bien común y en el interés del pueblo norteamericano y que si se daba un remoto caso en el que entrara en conflicto su fe con ese interés público, renunciaría al cargo.
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Hoy en Estados Unidos se agudiza el debate, porque la postulación en el partido republicano de Mitt Romney, devoto y activo en la Iglesia Mormona, es cuestionada por buena parte del electorado que considera a los seguidores del ex gobernador de Massachussets, puesto que a pesar de que la suya es la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los íšltimos Días, se cuestiona su carácter cristiano y eso tiene efecto entre la población de Estados Unidos. Además, algunas de las prácticas de los mormones chocan con la tradición cultural de los norteamericanos. El fundador de la Iglesia Mormona, Joseph Smith también aspiró a la Presidencia de los Estados Unidos y fue asesinado, lo que agrega más dramatismo a la participación de Romney quien es, curiosamente porque los mormones admitían hasta hace poco la poligamia, el único de los candidatos republicanos que sólo se ha casado una vez y vive felizmente con su esposa, gozando de una familia de cinco hijos y diez nietos.
La separación de la Iglesia con el Estado constituye sin duda alguna un acierto en el modelo político y nosotros en Guatemala vivimos las consecuencias de esa fatídica mezcla durante los gobiernos de Efraín Ríos Montt y de Jorge Serrano Elías, gobernantes que sentían estar iluminados por la directa presencia de Dios en sus decisiones y que terminaron abruptamente sus respectivos regímenes, a pesar de esa supuesta línea directa con el supremo Creador.
Hoy en día tenemos dos candidaturas que apelan al tema religioso de manera directa. Por un lado la invocación con que Alejandro Giammattei termina todas sus intervenciones, si bien no constituye una clara definición de filiación religiosa, sí apela a los sentimientos espirituales de la población. Y hoy se publica la crónica del diario El Periódico sobre el lanzamiento de la candidatura del doctor y hasta hace muy poco pastor evangélico, Harold Caballeros, diciendo que la proclamación más fue un acto religioso que un acto político.
La política tiende a dividir por cuestiones ideológicas y hasta pasionales a los pueblos que se enfrentan por sus inclinaciones en ese campo tan diverso. Pero si a la confrontación política, que en todo tiempo y lugar ha dado lugar a luchas tremendas, se suma el apasionamiento religioso, la mezcla se convierte, sin duda alguna, en explosiva y hay que manejar el tema con especial cuidado.
Yo no creo que la denominación religiosa que cualquier ciudadano practique deba influir en una elección. Hay tan buenos católicos como buenos protestantes; tan buenos musulmanes como buenos budistas o agnósticos y también hay pícaros en todos los bandos, incluyendo a muchos que navegan con bandera de santos. Lo importante es mantener la religión alejada de la arena política y ese es el espíritu de nuestra legislación y de la legislación de Estados Unidos. Una cosa es la fe personal y otra el ejercicio de la política donde la búsqueda del bien común debe ser el objetivo final. Obviamente el tema se está convirtiendo, aquí y acullá, en algo candente.