El regazo de mi madre


Nací­ de una joven mujer que a los 19 años me engendró, sabiendo la importancia psicológica y fí­sica, me amamantó durante más de un año, aunque sólo pesaba cien libras.

Juan Francisco Reyes López
jfrlguate@yahoo.com

Mi madre, toda su vida, fue una mujer de temple, matriarca de todo su clan. Mi padre, sus hermanos mayores, mis hermanas y primos, al igual que sus nietos y los bisnietos que alcanzó a conocer, la mirábamos como el faro que orientaba el rumbo.

Era una espartana, nos inculcó valores y responsabilidad en todo nuestro actuar. Nunca pedí­a, siempre estaba dispuesta y en capacidad de dar espiritual y materialmente. Su actuar nunca se limitó exclusivamente a su hogar, fue la socia discreta, ordenada y eficiente que tuvieron las empresas del clan.

Su presencia siempre fue intensa en las actividades de la iglesia, en la comunidad. Como alcalde auxiliar de la zona 13, sin aportes de la municipalidad, con el concurso de los vecinos, hizo drenajes, asfalto, tanto en la 15 avenida como en Santa Fe, a la cual dotó de un mercado mejorado y de canchas deportivas; los vecinos antiguos lo recuerdan.

Fue tan importante e intenso su carisma que uno de sus nietos tratando ?en parte- de manifestarse y en otro de lograr con mayor intensidad que su figura fuera parte de él, le dio el sobrenombre de «mamí­a» (mamá mí­a) que rápidamente fue adoptado por todos, familiares y amigos.

Esa pequeña gran mujer ya no está fí­sicamente presente, aún así­ no hay dí­a que no sintamos su espí­ritu vigente, su presencia al lado nuestro. Todo lo que pueda expresar se quedará corto, por ello, sabiendo que nuestras madres son el ser humano más importante transcribo lo siguiente:

«Hay una mujer que tiene algo de Dios por la inmensidad de su amor, y mucho de íngel por la incansable solicitud de sus cuidados. Una mujer que siendo joven tiene la reflexión de una anciana y en la vejez trabaja con el vigor de la juventud. Una mujer que si es ignorante descubre los secretos de la vida con más acierto que un sabio y si es instruida se acomoda a la simplicidad de los niños. Una mujer, que siendo pobre, se satisface con la felicidad de los que ama y siendo rica, darí­a con gusto su tesoro por no sufrir en su corazón la herida de la ingratitud. Una mujer que siendo vigorosa se estremece con el vagido de un niño y siendo débil se reviste a veces con la bravura del león. Una mujer que mientras vive no la sabemos estimar, por que a su lado todos los dolores se olvidan, pero después de muerta, darí­amos todo lo que somos y todo lo que tenemos por mirarla de nuevo un solo instante, por recibir de ella un solo abrazo por escuchar un solo acento de sus labios.

De esa mujer no me exijáis el nombre si no queréis que empape con lágrimas vuestro álbum, porque yo la vi pasar en mi camino. Cuando crezcan vuestros hijos leedles esta página, y ellos cubriendo de besos vuestra frente os dirán que un humilde viajero en pago del suntuoso hospedaje recibido, ha dejado aquí­, para vos y para ellos un boceto del retrato de su madre». (Ramón íngel Jara).

Este bello pensamiento lo recibí­ el primer dí­a como cadete en la Escuela Militar de Chile y me ha acompañado desde ese momento permanentemente.