Dieciséis dí­as de gloria


El nombre de Cincinato hubiera quedado sepultado entre las montañas de papiros y rollos sobrevivientes que fueron registrando la extensa historia de Roma. Sin embargo su nombre permanece. Ha superado el olvido histórico que relega al polvo los acontecimientos y los recuerdos como la naturaleza va haciendo cenizas los cuerpos y la tierra va cubriendo los objetos. Cincinato persiste, en primer lugar porque una ciudad estadounidense, del estado de Ohio, lleva su nombre: Cincinnati (lo que se estima un tributo indirecto hacia George Washington, a quien consideraron todo un «cincinato».) Pero más allá de ese reconocimiento Cincinato nos dejó un claro ejemplo de valores cí­vicos y también, por su altruismo y desinterés, se acuñó el llamado «Sí­ndrome de Cincinato».

Luis Fernández Molina

Este ciudadano romano vivió en el quinto siglo antes de Cristo, en lo que eran los años de gestación de lo que luego serí­a el todopoderoso Imperio Romano. Años muy difí­ciles en los que el pequeño pueblo romano fue haciendo su espacio vital frente a las otras tribus que habitaban el centro de la pení­nsula.

Precisamente en esos cruciales años Roma estaba siendo atacada por los vecinos eucos, ofensiva que llegó en mal momento para los romanos que estaban muy debilitados por marcadas divisiones internas que casi degeneraban en una guerra civil (los mismos conflictos de siempre, el grupo de los patricios que para asegurar sus privilegios querí­an implementar de nuevo la monarquí­a). A pesar de las desavenencias internas se logró formar un ejército que enfrentó a los invasores. Pero fracasaron. Rápidamente los eucos los tení­an sitiados. La situación se tornaba desesperada. Los cónsules tení­an que hacer algo. Necesitaban a un lí­der. Todos recordaban que en una guerra anterior (esa vez contra los volcos) un ciudadano se habrí­a distinguido por su valor y sus cualidades de comandante. Era Lucio Cincinato pero ¿dónde estaba? Cuando al fin lo ubicaron se le envió de emergencia una delegación.

Lo encontraron sucio, con la cara empapada por el sudor y el polvo. Con sus vestimentas de trabajo iba conduciendo un arado. Uno de los emisarios le manifestó que su presencia era requerida de inmediato por el Senado. «Aquí­ estoy bien trabajando mis tierras» contestó. Insistieron. Le hicieron ver que le ofrecerí­an un alto cargo público. «No tengo ningún interés en puesto alguno; los dejé cuando celebramos la victoria contra los volcos; mi único interés por ahora es que siga la tierra floja para poder terminar con el arado y que los dioses enví­en generosas lluvias para que germine el trigo.» («Sí­ndrome de Cincinato»). Cuando parecí­an estar derrotados uno de los emisarios dijo: «Roma os necesita». Esa fue como la fórmula mágica a la que Cincinato no pudo resistirse. Dos dí­as después estaba en la ciudad eterna. El Senado le nombra Dictador y le otorga el poder absoluto para manejar la crisis de los eucos. Cincinato dirigió el avance de nuevas legiones que debí­an en primer lugar, liberar a las otras que estaban sitiadas y luego repeler en definitiva a los invasores. La campaña fue bien coordinada, y el hábil plan y dirección de Cincinato dio a los romanos un vital triunfo en ese año de 458 AC. Todo ello duró solamente 16 dí­as. Los volcos tuvieron conocimiento de la derrota de los eucos y desistieron en su intento de provocar una revancha contra los debilitados romanos.

Como Dictador Cincinato tení­a derecho a manejar el poder absoluto por lo menos durante 6 meses y hasta podí­a prorrogarse. El cargo de Dictador concentraba legalmente todos los poderes, encima del Senado y de los cónsules y comprendí­a tan amplias facultades como la de disponer de la vida de los demás (desde entonces en la Historia ha habido miles de dictadores, algunos que han querido llegar al poder por la «ví­a legal» y otros por la fuerza). Pero lo primero que hizo el Dictador fue apersonarse al Senado y hacerle entrega de sus poderes absolutos los que ejerció por 16 dí­as. Regresó a la campiña, con sus arados, sus bueyes y su ganado, muy contento de que la tierra aún estuviera suave y de que aún no hubiesen empezado las lluvias.