¿Ha escuchado usted hablar a algún fanático del neoliberalismo? ¿Encuentra usted alguna diferencia, en cuanto a forma, cuando oye el discurso contrario, es decir de algún izquierdista que todavía grita «hasta la victoria siempre»? No, no hay ninguna diferencia. Los dos son actores políticos que cansan, hacen bostezar y aburren porque presentan un discurso cuyo final muchos ya conocemos. Sólo basta que digan un par de cosas para saber por dónde van y qué quieren.
Vivimos en el país de la tenacidad. Aquí los discursos y las posiciones son sempiternos, no cambian, la permanencia es la ley y el inmovilismo intelectual es principio de vida. Mil años después no se asombre si los discursos continúan iguales aunque el mundo haya dado vueltas innumerables veces. Así, no es difícil pronosticar que por un lado existirá una universidad que siga con su rollo del libre mercado, la desmonopolización y la reducción del Estado; mientras que por el otro se continúe hablando de materialismo histórico, clases sociales, burguesías y proletariado, conservando, por supuesto, el recuerdo vivo de Fidel Castro.
Sí, eso se llama perseverancia. Vivimos en un país de perseverantes y tenaces. Este es un mundo en el que es casi imposible llegar a acuerdos, es un diálogo en el que nadie quiere escuchar porque los principios no se negocian, son inamovibles y cualquiera puede señalar a alguien de traidor, vende patria, negligente o tonto. Ni los políticos ni los académicos desean conversar porque cada uno es depositario de la verdad. Lo dijo Nietzsche, dicen algunos. No, dice otro, eso ya lo había dicho Schopenhauer. ¿O fue Kant? Y así se revisa la historia de la filosofía para aferrarse de alguien que pueda dar soporte al argumento presentado.
No, este mundo no es ni de tenaces ni de perseverantes, es de testarudos. Aquí lo normal es tener el «coco» duro («testa» dura), cerrado, impenetrable. Da miedo abrir la mente porque lo pueden confundir a uno y es mejor vivir seguros y sin riesgos. Por eso nada mejor que aprender el catecismo de memoria, y no me refiero exclusivamente al de la Iglesia, sino a cualquier tipo de doctrina. Nada mejor para la paz del espíritu que recitar a Hayek, von Mises, Marx o en su defecto un poco de Lenin. Mil años después seguiremos polarizados y con programas de radio «testarudos» como los que se escuchan hoy.
Ante tanta obstinación quizá urja poner de moda la «compasión» y la «concordia». La compasión es la virtud que nos permite «padecer con» (con-pasión), es decir, ponerse en el lugar del otro para entenderlo, sentir lo que él siente para ayudarlo. Y la concordia es la idea de «experimentar las cosas con el corazón» (con-corazón). Dejar los discursos y dar espacio al sentimiento (sin renunciar a la razón), tratar de aproximarse al que sufre e intentar escucharlo.
Si es inevitable ser terco y testarudo (por ser características propias de nuestro código genético) hay que serlo en el deseo de entender a los demás y aliviar los problemas de Guatemala. Hay que reorientar las cosas y con suerte hasta lleguemos a ser virtuosos.