Notas sobre la vida y la música de Anton Bruckner (IV)


celso

Para finalizar nuestras notas sobre la vida de Bruckner, diremos que, a pesar de todo, Bruckner siempre fue considerado un autodidacta. Si se entiende por tal a quien no ha concurrido a un establecimiento oficial y cursado una carrera regularmente, en efecto lo es. Pero de ningún modo es autodidacta en el sentido lato del término ya que desde la niñez y en forma ininterrumpida tiene maestros en distintas especialidades, el último de los cuales y el de máxima importancia es precisamente Simón Sechter.

Celso A. Lara Figueroa
Del Collegium Musicum de Caracas, Venezuela.

 


Esta columna como toda mi vida está dedicada a Casiopea, esposa de tul y ámbar, quien es fin del llanto y principio del sueño, ángel que olvidó su eternidad en mis estancias y quien es agua de clara frescura que dejó en mis párpados su dimensión de espuma sideral.

Casi a la edad en que el tenso arco de la vida de Mozart habí­a producido la mayor parte de su galaxia sonora, tocando a su fin, Bruckner produce la considerada por muchos, como su primera obra maestra: “El Ave Marí­a” para coro a siete voces. Este “Ave Marí­a”, magistral creación que junto con el homónimo de Luis Tomás de Victoria, constituyen lo más perfecto del género, respira una atmósfera tan celestial y trascendente, que quien la escucha se siente transportado desde la primera audición. Tratando de describir lo indescriptible, vemos que comienza con tres voces femeninas que anuncian, voces de ángeles que anuncian: “Ave Marí­a, Gratia Plena, Benedicta Tu in Mulieribus”, y cuatro lejanas voces masculinas en PP: los hombres, la humanidad que reflexiona sobrecogida “Et Benedictus Fructus Ventris Tui” y luego un doble “Jesús”, siempre en PP y culminando, en el mismo acorde en la mayor, todo el coro en pleno en el poderoso y “Jesús”. No como música descriptiva, sino más bien con la simbologí­a cara a Bach, intentamos ésta como “exégesis” y se impone la reflexión que esta triple invocación a Jesús obedece a su triple condición del Jesús promesa, nombrado desde el fondo del tiempo; luego, el Jesús hombre, todaví­a sujeto al dolor y la muerte, y por fin al triunfante, poderoso Cristo de la parusí­a.

Cuando el coro se abre en las palabras “Sancta Marí­a” se dirí­a que desbordan de alegrí­a por la humanidad entera, al proclamar la divina maternidad. Los bajos piden, sacerdotales, “Ora Pro Nobis”, y el coro parece descender en un ruego lleno de confianza buscando nuestro nivel de pecadores. Rasgo genial: al decir “Nunc”, es decir “ahora”, toda la rica polifoní­a se condensa en uní­sono. “Et in hora mortis nostrae”, la única hora de seguro tránsito, surge en hermoso canto en que está presente no sólo el conflicto, sino la esperanza, que culmina en retardo. Reitera la frase, como si fuese un mensaje para más meditar en nuestra hora capital.

La frase final es puro amor, imposible mayor riqueza en tan solo seis compases. La cadencia, plagal como la usada por Victoria, tal vez para lograr un final de reverente humildad y suavizar  el misterioso “Amén”.

Sin duda, la obra coral de nuestro autor más ofrecida en todo el mundo y a la que, tanto por desconocimiento liso y llano como por efectos de una “tradición”, de la que tendremos que ocuparnos más de una vez, es posible oí­r en las versiones más dispares, aunque sin llegar a la anarquí­a de la interpretación de sus sinfoní­as. Afortunadamente existen grabaciones cuya jerarquí­a confirma, como excepción, aquella regla.

Tiene treinta y siete años. Es el organista oficial de la principal iglesia de la Alta Austria. Ha trabajado cinco años con Sechter, del bajo cifrado a la fuga, pasando por armoní­a, órgano, contrapunto a dos, tres y cuatro voces, música de iglesia y canon, todo a través de una correspondencia copiosa de la que Sechter da cuenta en alguna de sus cartas acusando recibo de “los 17 cuadernos que me enví­a esta vez”, cosa que hace que le recomiende cuide su salud, y que concluye con la confesión: “Debo decirle que jamás tuve un alumno tan laborioso como usted”.

Pero todo esto no basta. Demostrando tener un exacto conocimiento de la mentalidad austriaca, él pide un reconocimiento oficial, una certificación que acredite su capacidad y se dirige varias veces solicitando una prueba privada integral al Conservatorio de Música de Viena, cuyo director en aquel momento era Joseph Hellmesberger.

Finalmente, le es concedida la petición, formándose al efecto una mesa examinadora compuesta por el director del Conservatorio, el profesor Simón Sechter, el director de la influyente Sociedad Amigos de la Música, Johann Ritter von Herbeck, el director de los Conciertos Filarmónicos, Otto Dessoff, y un profesor llamado Becker.

El 19 de noviembre de 1861 Bruckner rinde un examen teórico en el viejo edificio de la Sociedad Amigos de la Música y el 21 del mismo mes lo hace prácticamente en el í“rgano de la “Piaristenkirche”.

La improvisación que realiza sobre un tema dado y en forma de doble fuga es de tan  acabada maestrí­a, que todo queda sintetizado en la hoy histórica frase de Herbeck: “El debió habernos examinado a nosotros”.

Suerte que no lo hiciera, porque ya lo hizo el tiempo.

Porque estas famosas –e insólitas palabras, las primeras y tal vez las únicas realmente sensatas de todo el status musical vienés de aquella iglesia de Viena ponen las cosas en su justa dimensión y perspectiva.

Porque no es difí­cil predecir, y el fallo del tiempo es inapelable, que el nombre de estos cautos y celosos señores, repletos de ciencia, sea conocido y valorado en el futuro justamente porque supieron reconocer sin rodeos –al menos por esta vez–, la presencia del genio del que ellos caerí­an.

Después del examen, con el humor de buen provinciano feliz, improvisa un tema libre en honor de sus examinadores.

El correspondiente certificado, expedido el 22 de noviembre, deja constancia sin reticencias de los profundos conocimientos musicales, así­ como de la capacidad de organista de Herr Bruckner, facultándolo incluso para la docencia musical.

Sin embargo, este examen consagratorio parece pesar muy poco en el mundo interior de nuestro hombre. Pronto lo vemos, de regreso en Linz, encarar el estudio de instrumentación y forma con Otto Kitzler, cellista y Kappellmeister del Teatro de Linz, un hombre de formación internacional diez años más joven que el organista de la catedral. Sonatas y sinfoní­as de Beethoven son encaradas con un entusiasmo que Kitzler se complace en anotar en sus memorias.