Hay en el ser humano una especie de necesidad de ser inmortal. Cada día, para algunos, es un reto por tratar de dejar escrito su nombre en la historia, se trabaja con denuedo, se lucha, se hacen sacrificios, se hace cualquier cosa con tal de que la vida no transcurra en vano. Desde pequeño los padres insisten que la vida hay que tomarla en serio y que hay que vivirla con brío. «Hay que salir de la manada y ser exitosos», insisten.
Por eso es frecuente que los menos dotados se frustren desde la más temprana edad. Los padres exigen de uno «lo mejor», las mejores calificaciones, las más grandes cualidades humanas, las más bellas expresiones artísticas, el talento práctico, un poco de todo. Los padres quisieran ver en sus hijos las virtudes que de repente en ellos es escasa o nula. Mientras tanto uno se va amargando con el paso del tiempo, se empiezan a encoger los hombros y la mirada deviene triste.
Con el paso del tiempo, cuando uno abandona el hogar y empieza a trabajar, son los jefes los que exigen la perfección. El error para ellos es impensable, el descansar y tomar aire es «mala palabra». Hay que dar siempre más, hasta la última gota de sudor, eso es virtud, aseguran. Una llegada tarde, una enfermedad o un embarazo es grave, un gran obstáculo para alcanzar metas y rendir como se debe. El fracaso es sólo de los débiles dicen cuando pueden. Por eso es que para el frustrado familiar, ese que describimos arriba, llegar al trabajo es sólo una nueva manera de continuar con el mismo discurso del éxito.
Si el muchacho se casa, es ahora la esposa (o el esposo) la que insiste que se debe dar «todo» en función de la felicidad del hogar. Que si tienes disfunción eréctil eres un fracasado, si eres precoz «para qué diablos», el macho debe cumplir «como Dios manda», no hay pretexto. Hay del pobre diablo si queda desempleado, esa es la muerte del hogar: «pobre mi esposo, es un fracasado. Estudió, sí, pero le falta garra», insiste la mujer haciendo más miserable el estado del hombre desafortunado casi desde el día de su nacimiento.
Lo mejor sería renunciar desde la más tierna edad a esa maldita idea de competir con los demás y al imperativo de esforzarse por ser el mejor. Reconocer públicamente que eso de las medallas y los trofeos lo traen a uno sin cuidado y que se renuncia a luchar por el éxito. Escribir en un cuaderno: «Renuncio a partir de hoy a combatir en mí ese deseo imbécil por querer ser el mejor entre todos. Mi inmortalidad se la dejo a los dioses».
Respecto a la relación con los demás, hay que ser claros desde el inicio. Con la novia habría que decirle que no se haga ilusiones: «mira mi amor, no creas que estás con el «non plus ultra» de los hijos de Dios. Soy más ordinario de lo que tú piensas, normal diría, para no decepcionarte. No sueñes. Si así me quieres yo también te acepto como eres». Con los demás habría que demostrarles con las actitudes que eso de llegar «ad astra» es una pendejada de campeonato.
¿Quiere decir esto que no hay que luchar en la vida por hacer las cosas bien? No, de ninguna manera. Quiere decir solamente que uno escoge vivir sosegadamente, relajado y sin prisas porque solo una vida se tiene y no hay otro camino para la felicidad que el de la existencia lejos de las ideas del éxito y la competitividad. Dejemos a los idiotas la filosofía opuesta.