La miseria del destierro


La gente no deberí­a irse de su paí­s. Uno deberí­a envejecer en el suelo que lo vio nacer y morirse en él. Arrancarse de raí­z del suelo patrio, en contra de su voluntad, por necesidad, para ir a mundos desconocidos, es una desgracia monumental. Pregúntele a un judí­o, a un nica, un salvadoreño o a un guatemalteco qué se siente ser peregrino en tierras lejanas y escuchará suspiros y verá ojos lacrimosos mirando el horizonte, recordándose con nostalgia de aquello que era «su vida».

Eduardo Blandón

No digo que no se deba visitar otros paí­ses o vivir incluso por años en ellos, porque a uno le da la regalada gana, sino que uno no deberí­a irse «obligado», a la fuerza o a puro tubo porque no hay de otra, por hambre o por razones económicas. Esa experiencia se vive con amargura, con tristeza y con un sentimiento de infortunio que marca la vida entera. Nada más desastroso que el inicio de la separación de todo cuanto uno ama: padres, hijos, amigos y cultura.

«Cantadnos un cantar de Sión», les pidieron a los judí­os en el destierro, cuando ellos estaban lejos de su tierra, en Babilonia. Y ellos respondieron, «Â¿un canto? ¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera! Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha, que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrí­as».

Eso es, vivir lejos significa la imposibilidad absoluta de cantar y sólo el retorno a Jerusalén, al propio paí­s, puede devolver el deseo de la danza y la felicidad casi plena. Lo contrario es nostalgia, añoranza y melancolí­a. Esto parece estar escrito en mandarí­n para quien no lo ha vivido, pero el que está lejos o el que ha pasado la experiencia conoce perfectamente el sentimiento y los términos desde los que se habla.

Por eso el que está lejos es un «añorador» nato y un profesional de las lágrimas. Si oye el himno de Guatemala (por poner un ejemplo), llora; si siente el olor de «su» comida, suspira; si ve a coterráneos, se emociona. La vida, desde lejos, se vive en clave de extranjero, anhelando siempre al paí­s y evocando o recordando «esos dí­as». De aquí­ tanta obsesión por saber cómo está la tierra, el sintonizar emisoras propias, leer periódicos propios y hasta comer comida propia. Ni el menú se quiere cambiar en el extranjero: «nada mejor que el chuchito, el tamal o el atol», piensa el guatemalteco en la distancia.

El desterrado es incomprendido por estas cosas. Al natural de esas regiones se le hace idiota y hasta poco viril ver a alguien añorando todo el tiempo. «Â¿Cómo puedes vivir la vida extrañando tu paí­s? Sabes hasta cómo va el campeonato de fútbol, es ridí­culo», recrimina el amigo nuevo. Efectivamente, el extranjero puede estar más informado del desempeño de la liga nacional que los fanáticos de su propio paí­s e incluso llorar más la pérdida de su propia selección nacional. Nadie conoce más profundamente los sentimientos de soledad y lejaní­a, de añoranza y melancolí­a que los mismos ciudadanos que viven lejos.

La gente no deberí­a irse de su paí­s de manera obligada. Lo digo por tantos mojados, por mi familia que está lejos en Canadá, Australia y Estados Unidos, lo digo por tantos guatemaltecos que van de viaje hoy mismo, tristes por no poder vivir más en Guatemala.