Quienes leen el título de la presente opinión, por asociación de ideas recuerdan el concepto de la doctrina Monroe, acuñada por el presidente James Monroe de los Estados Unidos; pero igual que yo, nos equivocamos. Ese país del norte que se ha enriquecido tanto de los genios, de los intelectuales, de los profesionales ya formados, de los trabajadores honrados y laboriosos, de los migrantes de Europa y otras latitudes, ya no es el que acoge a los necesitados, a los perseguidos, a los pobres.
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La estatua de la libertad se ha quedado como un monumento que ya no responde a la realidad, la isla Ellis que históricamente se utilizó en Nueva York como una estación de evaluación y tránsito para los millones de rusos, polacos, irlandeses, italianos, franceses, etc., que emigraron buscando la misma libertad, la misma oportunidad, que lo hicieron los primeros colonizadores ingleses, hoy no podría existir.
Se pretende por el contrario, por los descendientes de esos inmigrantes, edificar un muro en toda la frontera sur entre México y los Estados Unidos de Norteamérica. Un muro tan oprobioso como lo fue el muro de Berlín. No será pues de extrañar que un Benito Juárez diga, en términos parecidos a Ronald Reagan, señor Bush destruya ese muro.
Los Estados Unidos, en cuanto a su población se refiere, es la suma de las sumas de todas las nacionalidades del mundo. Los pobladores originales fueron exterminados, confinados a reservaciones, estafados y despojados de sus vastos territorios. Adicionalmente el territorio actual de los Estados Unidos se incrementó en casi una tercera parte con Texas, Nuevo México, Arizona, parte de Oklahoma y Nevada y por supuesto California, en una guerra que buscó el despojar a los latinoamericanos representados por México, de territorios que fueron poblados por los españoles y los descendientes autóctonos de América Latina. El que millones de latinoamericanos residan en esos territorios podría considerarse simplemente una recuperación de espacios territoriales y económicos, algo similar a lo que se indica en el Tratado 169 de la OIT.
En un mundo moderno, donde se aboga por la globalización, por el respeto a los derechos humanos, por la consolidación de la democracia, por el Estado de Derecho, no son las medidas de hecho, como un muro, las soluciones. Nos necesitamos los unos a los otros, entre seres civilizados debe encontrarse acuerdos. ¿Cuál es ese acuerdo?, ¿cuál es ese entendimiento? Dependen de dónde y cómo se discuta.
Si se puede negociar un Tratado de Libre Comercio, que en el caso de Centroamérica beneficia más a los Estados Unidos de Norteamérica, que a nuestros países, pero que en todo caso es una manera civilizada de abrir fronteras y expandir mercados, ¿por qué no se puede encontrar un entendimiento humanitario económico y pacífico para la inmigración permanente o temporal del recurso humano que tanto necesita la economía norteamericana? Si no fuera así, ninguna nueva persona podría vivir en los Estados Unidos y obtener un empleo que le permitiera apoyar a los seres queridos que dejó en su país de origen, en la mayoría de los casos, en pobreza o extrema pobreza.
John F. Kennedy, el recordado presidente, en su discurso de toma de posesión manifestó: «No me preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país». Con el mejor deseo estableció la Alianza para el Progreso, donde miles de jóvenes norteamericanos se trasladaron temporalmente a Latinoamérica, logrando una mejor comprensión de la grave situación humana que existe en los países en vías de desarrollo y como consecuencia de ello, estableciendo programas de ayuda a través de la Agencia para el Desarrollo Internacional (AID), con la pretensión de combatir la pobreza y la extrema pobreza. Sin embargo, ni el triple de la ayuda puede compararse a la oportunidad de un trabajo digno, temporal o permanente.
Continuará.