Feliz Navidad… Reminiscencias de un ayer


Marí­a del Mar

Muy a lo lejos de los años mozos cantarinos, saltan estremecidas remembranzas, brotan los diciembres juguetones, bullangueros de mis primeros años, correteando alegre en la casona aquella de mis padres y hermanos. Nunca estaba vací­a, la calidez humana rebosada el espí­ritu de parientes, amigos, vecinos que acudí­an a diario a compartir unidos un té, un cafecito y saborear el pan caliente de yemas recién sacado del horno, elaborado por la dulcí­sima doña Esperanza, mi madre, delicada poetisa de manos de seda, acariciadoras que daban su apoyo a todos cuantos necesitaban de ayuda y esa era la razón de por qué su hogar nunca estaba vací­o. Acompañada de doña Antonia de Conedera, su vecina, tí­a polí­tica de monseñor Juan José Gerardi Conedera, iban y vení­an esas dos santas mujeres repartiendo amor y ternura en la figura más humana que no permite que se endurezca el corazón: la caridad. Recuerdo con admiración salir de la casa a mi madre y doña Antonia con alimentos, ropa y medicinas para atender urgentes necesidades de familias desamparadas. Una tarde muy cercana al 24 de diciembre, cuando todo el mundo se afanaba por dar término a los preparativos de la festividad navideña, llegó un niño a pedir ayuda a mi madre, su mamita se morí­a y sus hermanitos estaban sin alimento. En ese mismo instante mi «máter admirabilis», mandó un mensaje a su compañera de lucha en el servicio social, y lo más pronto que pudieron se hicieron presentes en la vivienda de la desafortunada madre que ardí­a en fiebre. El cuadro era aterrador, los seis niños desamparados, unos subidos en la cama de la enferma, otros lloraban, la suciedad y el abandono eran visibles y ofensivos; mientras doña Antonia procedí­a a limpiar la habitación, mi madre atendí­a a la enferma: lienzos frí­os en la frente y aspirina para bajar la fiebre; luego de comprobar su estado de gravedad, las bondadosas señoras trasladaron a la paciente al hospital general San Juan de Dios, comprobándose a los dí­as que padecí­a de fiebre tifoidea. Pasadas dos semanas la convalecente llamada Inés regresó a su hogar completamente recuperada y se llevó el gran susto al ver que su vivienda lucí­a limpia y ordenada, sus hijos bien cuidados y alimentados, gracias al esmero de las nobles misioneras, doña Antonia de Conedera y doña Esperanza de Radford secadoras de lágrimas y doctoras de la esperanza. Por supuesto que este cuadro de socorro se repetí­a constantemente en la vida de estas dos almas caritativas que, sin contar con gran equipo de personas, ni de ayudas económicas de entidades del poder comercial, ni de solicitar la ayuda pública como se estila hoy en dí­a para hacer el bien colectivo y saludar con sombrero ajeno; esas dos mujeres solitarias, silenciosas, movidas por la divina fuerza espiritual de «hacer el bien sin ver a quien» cumplieron con la gracia de dar y de servir, haciendo uso de sus propios recursos económicos, apoyadas por la sublime sentencia bí­blica de «Dios proveerá» y en efecto su gran canasto lleno de pan sobre la mesa de doña Esperanza, se vaciaba una y otra vez, y al mismo tiempo una y otra vez volví­a el pan a estar hasta los bordes como si se repitiera el milagro de los peces y los panes. Este es el ejemplo de amor a la humanidad que yo aprendí­ de mi madre y de doña Antonia de Conedera, dos heroí­nas del apostolado del bien, del socorro en el momento preciso. Diciembre me trae todos esos recuerdos que se agolpan en mi pensamiento, porque en medio de la alegrí­a decembrina el trabajo para estas apostólicas damas angelicales se duplicaba debido a la preparación de bolsas de dulces y frutas que repartí­an a todos los niños del barrio. Qué agradables otros tiempos dorados. Hoy, sólo queda en nuestras reminiscencias el calor de la solidaridad, el valioso don de servir heredado por nuestros padres, por ello es bueno que en este tiempo de Navidad, meditemos, nos entreguemos de lleno a la lucha, porque los derechos fundamentales del hombre sean para todos por igual, que gocemos el jubiloso don de que ninguna mesa en el mundo esté vací­a que sea por siempre el pan de cada dí­a. La sabidurí­a, la salud y el trabajo coronen la paz de todos los hogares de la Tierra. ¡FELIZ NAVIDAD!