Es una constante histórica que los imperios tienen un auge y caída y todos los que en su momento llegaron a ser el mayor poder de la humanidad, vivieron un proceso de declive que les significó el fin del poderío. Los últimos grandes imperios que hemos visto desaparecer fueron el británico, basado en el concepto antiguo del colonialismo, y el soviético que tuvo su fundamento en el control ideológico de buena parte del mundo, pero no son ni por asomo los únicos que han sufrido ese deterioro. Griegos, romanos, mayas, aztecas y españoles son también ejemplos de cómo eras completas de dominio cesan cuando los dirigentes pierden el sentido de las proporciones y cuando no entienden la dinámica misma de la historia.
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Ahora estamos viendo una situación que llama a pensar seriamente sobre lo que puede ser el futuro de la geopolítica en este milenio que apenas está arrancando. Estados Unidos lo empezó siendo el poder único e indiscutible del planeta porque tras el fin de la guerra fría se produjo una extraordinaria concentración del poderío militar, económico, cultural y político en esa Nación a la que nadie podía disputar hegemonía. Sin embargo, es tiempo de preguntar cuánto le costará a Estados Unidos el gobierno del presidente Bush que, cabalmente, empezó junto al milenio y que se ha convertido en uno de los fenómenos más especiales de la historia política de ese país. No es el primero que comete errores graves en política internacional y tampoco el primero que compromete y debilita el poderío del país, pero seguramente es el que más lo ha hecho y el que dejará en posición más débil al imperio.
Siempre han existido enemigos y adversarios del poderío norteamericano porque todo imperio genera siempre reacciones contrarias entre los pueblos que sienten el efecto del imperialismo. Pero también proliferan los aliados que por afinidad o por intereses compartidos se convierten en incondicionales y generalmente, en la medida en que el imperio es grande y se mantiene incólume, son abundantes.
En los últimos tiempos hemos visto que Estados Unidos ha ido perdiendo aliados y los pocos que tiene se sienten enormemente frustrados al darse cuenta de que para Washington no pasan de ser un instrumento. El caso típico lo constituye, tristemente, Guatemala, país que fue usado por el Departamento de Estado para librar la batalla que impidió a Chávez ocupar un escaño en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y que, en pago a lo hecho y al costo que para nuestro país tuvo el aparecer como marioneta de Bush y compañía, lo que recibimos es el mal trato para los guatemaltecos que están viviendo en Estados Unidos y que han emigrado luego de que aquel país se encargó, hace cincuenta años, de ponerle fin a un esfuerzo por modernizar nuestra economía. La inequidad y desigualdad existentes en Guatemala, causa y razón de la emigración que sufrimos, tienen raíces en la destrucción de aquel empeño que hubo por salir del modelo feudal de nuestra economía.
Hoy pareciera como si el mundo islámico fuera el principal adversario de Estados Unidos, pero si bien Irak es la punta del iceberg del deterioro del imperio, hay que ver que en Europa, Asia, ífrica y América Latina proliferan los resquemores porque no se siente confianza en el líder imperial. Y si antaño existía un vacío, dejado por la desaparición de la Unión Soviética y ello era garantía de que Estados Unidos no tendría rival, el crecimiento y la actitud de China tiene que servir de complemento para entender que existe una nueva correlación de fuerzas y que todo vacío provocado por la debilidad del imperio, será llenado por alguien más. Y ese será, posiblemente, el triste legado del señor Bush y de sus electores.