La sensación de arar en el mar, expresada de manera tan contundente por Bolívar, es algo que debemos sentir todos los que alguna vez hemos exigido a las autoridades que pongan remedio a la inseguridad en el tránsito, puesto que se siguen produciendo trágicos percances sin que nadie se inmute ni mueva un dedo. Como bien comenta mi amigo Eduardo Villatoro, es indignante pensar que los funcionarios pueden dormir a pierna suelta luego de ver que uno tras otro se van embarrancando los autobuses, dejando una cauda de muerte que espanta sin que se haga absolutamente nada.
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Hace dos días publicamos una fotografía en la que se ve uno de los muchos autobuses que circulan a toda velocidad por nuestras carreteras con llantas en condiciones deplorables. Un operativo en el que participó la oficina del Procurador de los Derechos Humanos permitió establecer que es enorme la cantidad de unidades en mal estado que están circulando con licencias extendidas por la Dirección de Transporte Extraurbano y no hay que ser perito en seguridad vial para entender que una llanta tan lisa como la que se veía en la portada y que corresponde a uno de los buses que viajan a Quiché, es causa de accidentes en todo tiempo y terreno, no digamos cuando intempestivas lloviznas afectan al país.
Pero se cansa uno de decir lo mismo y de ver la misma y brutal indiferencia. Si al menos estos funcionarios tuvieran la decencia de renunciar ante la incapacidad para hacer algo, por lo menos diría uno que hay ápices de dignidad, pero simplemente se siguen embolsando un salario sin cumplir con sus deberes ni dar muestras de iniciativa para lograr sanciones firmes en contra de los infractores. Estamos llegando al punto en el que, lo notamos nosotros con la demanda del público, los accidentes de buses dejan de ser noticia porque ya nos hemos acostumbrado a ellos como parte de nuestra cotidiana vida. Pero no podemos dejar de señalar el efecto trágico de esa indolencia de las autoridades, por mucho que sea nuestro cansancio y nuestra frustración por saber que los miles de palabras que se escriben al respecto son, verdaderamente, como arar en el mar.
Hay que decir que como los funcionarios que tienen a su cargo esta materia no son usuarios del transporte colectivo ni tienen por qué arriesgar sus vidas en esos armatostes que componen la flota del transporte colectivo en el país, ni se inmutan por la cantidad de muertes que para ellos son de gente anónima, de pobres habitantes de remotos lugares cuyos decesos no tienen por qué inmutar a los burócratas responsables por omisión en todos estos casos.
Pero la muerte de cada uno de esos pasajeros tiene que pesar sobre la conciencia de tanto funcionario inútil que no mueve un dedo para mejorar la seguridad vial, para establecer sanciones severas contra las empresas y los pilotos que usan unidades en pésimo estado y que juegan con la vida de miles de personas. Es el colmo de nuestra tendencia a apañar la impunidad el mantener esa actitud de plena y total indiferencia frente a los percances viales.
Evidentemente no hay necesidad de que un empresario gaste más en mantener sus unidades en buen estado o en contratar pilotos más calificados, si de todos modos a la hora de un accidente no tendrá que rendirle cuentas a nadie porque nuestras flamantes autoridades estarán, como dice Guayo Villatoro, durmiendo a pierna suelta mientras los deudos lloran y entierran a sus familiares. Acaso por ello, porque ya no encuentra uno que decir, dan ganas de por lo menos maldecir a tanto funcionario sinvergí¼enza.