Qué tiempos aquellos


Al terminar de leer las memorias de Leonel Aguilar Godoy (1923-2006), sentimos como se nos fue el milenio. Se escurrió como arena entre los dedos para quienes partieron a la otra orilla, que se anticiparon y nos esperan. Su tí­tulo, «Qué tiempos aquellos» bien pudo ser «Qué verde era mi valle», pues el asombro puede más que la nostalgia. No hay herencia en la tristeza de los ojos cansados sino en mantener la mirada limpia de quienes conocen más y odian menos.

Marco Vinicio Mejí­a

Gracias al tesón y la lealtad de Juan Luis Aguilar Salguero, asistimos a la recuperación de la ternura, guardada entre la «grata solidez» de un libro chispeante, entretenido, de una lucidez que le gana el pulso a la premura del ocaso. Es un canto de amor por la vida, para que no nos gane la muerte de estar atrapados entre las arterias crí­ticas y aullantes de cada dí­a. En palabras de Pablo Neruda, quedaremos enredados en nuestro propio agujero si permitimos que quede enarbolada la exactitud, «la más alta vasija que contuvo el silencio: una vida de piedra después de tantas vidas». La vida se transforma en muerte si todo lo medimos en términos forenses, lamiéndonos siempre las heridas, si dejamos desguarnecidos los costados, con el vinagre y la sed, con los lanzazos de las cotidianas agresiones, con el alma en vilo y el clamor sin eco.

Al exclamar «Qué tiempos aquellos», tenemos la oportunidad de salvarnos de la condena de sentirnos viejos. Porque decrépito es el que permanece atrapado en el pasado y no admite que el amor es perdurable, que la salud está en la esperanza de saber esperar, que la alegrí­a se refleja en los ojos de nuestros hijos. Vibramos, escondidos como crisálidas de futuro en la cáscara provisional de nuestras pieles, como los antiguos reptiles de los cuales, se dice, provenimos. Seguiremos vivos, si confirmamos lo que dice la Biblia: «en tus hijos vivirás.» En ellos quedará nuestro amor, sublime, inocente, primitivo, indecible, incomprendido. Estará ahí­, a no ser que los ojos de ellos, los sobrevivientes, no nos vean, sus mentes no nos recuerden y sus corazones no nos valoren, si no les enseñamos a distinguir que somos más perfectibles que imperfectos; si preferimos recibir antes de dar; si anteponemos el afán de tener antes de querer ser.

Gracias al tesón de su hijo, Leonel Aguilar Godoy nos recuerda que no partimos solos si en nosotros viven los amados amigos y familiares, pues, mil obsidianas iluminan los movimientos del corazón. Atesoramos la llama sagrada de los seres queridos, que no son ellos, sino son «nosotros». Al rendirnos ante la materia, todo cambia, nada es inmóvil, y aún así­ sabemos que lo único perdurable es nuestro sueño más recóndito. Y la amistad es un dulce sueño.

Quedarán los galardones de nuestros logros y nuestras batallas, aquellas que fueron públicas, las que fueron clandestinas y las que no culminamos. También contarán nuestras derrotas. Cuando al final digamos «Qué tiempos aquellos», al lado estarán nuestras simientes, para redimirnos, pues ellos son la verdadera Patria. Mientras, seguimos aquí­, por bendición del cielo o por maldición de los infiernos, o por conjuro de los Cuatro Vientos. Nuestra victoria está en reconocernos como seres transitorios, con la oportunidad única de vivir con pasión, con el regocijo de querer luz… ¡más luz!