Federico Chopin: el espí­ritu de su tiempo II


Continuando con la descripción de los tiempos que influyeron en la vida del gran músico Federico Chopin, en la columna anterior se hací­a referencia que entre los más ardorosos defensores de la libertad de Polonia figuraba Nicolás Chopin, antiguo combatiente en las filas de Klscluszko. De origen lorenés llegó a Varsovia cuando tení­a 17 años. Su vida, su carrera, todo revelaba una inteligencia superior que más tarde heredarí­a su hijo Federico. Pero antes de continuar, es preciso rendir homenaje a Casiopea, esposa dorada de miel y encanto singular, quien es eco perenne de mi ilusión apresurada y mis ansias de tenerla en plenilunios infinitos.

Celso Lara

Al principio, Nicolás Chopin serí­a preceptor de los hijos de la condesa Skarbek, compartiendo la vida de sus alumnos en la propiedad de Zelazowa-Wola, a cincuenta kilómetros de Varsovia. Situado en plena Masovia, el pueblecito de Zelazowa-Wola es muy pintoresco y la casa de los Skarbek tení­a el aspecto de una modesta residencia, a juzgar por la sencilla fachada de muros blancos encalados, pero rodeada de un magní­fico parque. Desgraciadamente, llegaron las guerras. En 1917, las trincheras rusas cruzaron el parque y la casa se incendió. Reconstruida bajo la égida del Comité Chopin, fue destruida de nuevo durante la invasión alemana de 1939, de forma que hoy sólo queda una reconstrucción de la que fue casa natal de Chopin.

Serí­a en esta casa en donde Nicolás conoció la Justina Kryzanowska, huérfana sin fortuna, parienta de los Sharbek. Era una joven polaca encantadora, rubia y con ojos azules, a la que se habí­a confiado las tareas de ayudar a la dueña de la casa. Empezó el clásico noviazgo. En el campo, las tardes son demasiado largas y, según la tradición ?ya pérdida-, se llenaban haciendo música. Justina, buena pianista, acompañaba a Nicolás, que se habí­a llevado de Francia su violí­n y su flauta, sus dos inseparables compañeros. La apasionada afición a la música unió a los jóvenes; la apostura y la inteligencia del preceptor agradaban a la muchacha, y al cabo de cuatro años el proyecto de boda tropezó con un obstáculo: no se tení­a la menor referencia de la familia de Nicolás. Pero, sin importarle, Justina dejó a un lado su prejuicio y se casó con Nicolás, satisfecha.

Es muy posible que la curiosidad de Nicolás con respecto a Polonia se despertase a causa de los numerosos polacos establecidos en Lorena después del reinado del rey Estanislao, pero también es evidente que tení­a intención de romper con su familia y con Francia. Aunque para poder vivir se vio obligado a enseñar su lengua natal, procuró siempre no evocar para nada a su patria, y cuando su hijo Federico al ir a Londres pasó por Parí­s y al fin se instaló allí­, jamás le dijo que aún viví­an en Marainville dos de sus tí­as. Así­ pues, no fue en Francia sino en Carisbad donde se encontraron los Chopin y sus hijos, y en las cartas que le escribe a Parí­s, Nicolás temerá siempre que pueda estar enfermo o reducido a la miseria «en un paí­s extranjero».

Se dice que, al final de su vida, el profesor Chopin plantó amorosamente una vid en su jardí­n de Varsovia y que la cultivó con un entusiasmo que admiró a los suyos. Este fue sin duda el único momento de su existencia en que se acordó de su juventud y de su padre, el viñador de Lorena. Así­ fue aquel hombre que quiso ser polaco en cuerpo y alma, padre de un hijo auténticamente polaco, que, según confesaba, escribí­a con dificultad el francés y lo hablaba con acento.

Todos los biógrafos de Chopin han contado, que fue el alma misma de Polonia. Afirmación indiscutible en muchos puntos; pero la moderna biologí­a ha vuelto a examinar el problema fundamental de la herencia. Por eso, el pensamiento de ciertos pueblos solo encuentra su completa expresión acompañado de numerosas explicaciones, de recuerdos e incidentes. Lo mismo ocurre con el pensamiento musical.

Muchos genios de origen alemán o eslavo ?excepto Mozart- multiplican los desarrollos que, a nosotros los latinoamericanos nos dan muchas veces sensación de pesadez, pero nunca en Chopin. Sin embargo Chopin posee la cualidad más importante de la estirpe francesa: la concisión de pensamiento similar a la de un Bizet, un Fauré o un Debussy. Es un detalle que nos parece capital y sobre el que pocos se han detenido.

¿Cómo no ver la gota de sangre francesa en la impecable lógica a que somete sus brillantes entusiasmos románticos? Admirad la plenitud, el equilibrio y la buena distribución de su frase musical. Nuestro genio, de una sensibilidad completamente polaca, encuentra por instinto la mesura de los grandes clásicos, y su música, como una prolongación natural de la melodiosa música raciniana, adquiere alternativamente los acentos del Hermione o los de Berenice. (Continuará).