Cuando esta madrugada me despertó el teléfono y escuché la voz alterada de José Carlos mi hijo advirtiéndome que todos estaban bien, pero que hubo un ataque en contra de su casa, sentí una profunda mezcla de angustia por su seguridad y la de su familia, indignación por una agresión que es consecuencia de la firmeza con que él ha actuado en defensa de sus principios y valores, frustración al pensar que en Guatemala la tarea de dignificar la actividad política es realmente no sólo dura sino que riesgosa, y preocupación por lo que nos depara el futuro.
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Ayer mismo me ocurrieron dos incidentes sobre los que he pensado mucho en estas horas; temprano encontré un correo electrónico de un lector de La Hora que criticaba la participación política de mi hijo porque, según él, compromete al diario. Le respondí tratando de explicar las motivaciones que tuvo José Carlos para decidirse a actuar políticamente y expresando que no puedo sino admirar esa decisión, por mucho que entienda que en Guatemala meterse a política es enlodarse de entrada, simplemente por el hecho mismo de hacer política, y que implica riesgos que crecen en la medida en que uno no se acomoda ni se vende al mejor postor.
La respuesta posterior del lector fue una muestra de comprensión respecto a las motivaciones de José aunque ratificó sus puntos críticos contra el proyecto en el que participa mi hijo y en el que esta persona no tiene ninguna confianza. Luego, en la noche, pasó José Carlos a platicar largamente conmigo y mi esposa y obviamente la conversación giró alrededor de sus esfuerzos, de sus ilusiones de aportarle algo al país y de la exigencia permanente que él ha encontrado en María Mercedes, su mamá, para que haga diariamente una especie de acto de fe en el que reafirme sus principios y valores y recordar las enseñanzas que ha recibido en un hogar donde la política es sinónimo de compromiso y amor a este nuestro país.
Aquí la presencia de un joven decidido y con principios en cualquier proyecto político tiene que levantar más de una roncha. Ronchas que se vuelven enormes cuando la capacidad hace que se ocupen espacios importantes en la toma de decisiones y eso genera resquemores internos y externos que tarde o temprano se manifiestan a través de amenazas o de golpes de advertencia tan directos como el perpetrado anoche.
Como guatemalteco pienso que no hay que bajar la guardia y seguir echando reata; como padre de familia me angustia y me surge la duda de si el sacrificio vale la pena. Es una mezcla de sentimientos terrible porque no resulta para nada fácil atinarle al mejor consejo que uno pueda darle a su hijo en estas circunstancias. Cuando me ha tocado vivir situaciones delicadas en la vida es distinto, porque es uno el que corre sus propios riesgos y sabe cómo reaccionar; ver que un hijo se encuentra en peligro es devastador y sobre todo frustrante cuando uno sabe que ese peligro y ese riesgo son consecuencia de una intención honesta de quererle aportar algo al país.
El abanico de posibilidades sobre el origen del ataque es enorme y no se puede descartar ninguna, pero tampoco se puede confiar en que se establezca a ciencia cierta quiénes ordenaron esa acción. Y como padre me pregunto si vale la pena el esfuerzo y el riesgo que corre mi hijo por descontaminar un proyecto que, al fin de cuentas, no es suyo ni puede controlar plenamente. Yo le pido a Dios que me lo proteja y, sobre todo, que nos ilumine para tomar las decisiones más acertadas y consecuentes con nuestros principios y creencias, al mismo tiempo que agradezco las incontables llamadas y visitas de afecto y solidaridad.