Recuerdo muy bien el prólogo de la ópera de C. Monteverdi, «El retorno de Ulises a su patria». El personaje central, Ulises, hace su exposición lamentándose de la fragilidad de su condición humana, de su soledad y de la voluntad caprichosa de los dioses que lo aleja de sus objetos amados: la patria, la esposa y su hijo. Mientras tanto, los dioses ríen y se burlan del humano frágil, víctima de sus arbitrarias, aunque divinas decisiones.
Aunque al final el destino es generoso con Ulises, la obra de Monteverdi como la de Homero, muestra al hombre descarnadamente solo, como eyectado en el mundo, experimentando el mayor de los dolores, el dolor de saberse mortal, es decir, predestinado a la muerte.
La conciencia de la soledad, del dolor y de la muerte, trae aparejada la percepción de lo efímero en todo aquello que se nos presenta como fenómeno. De lo anterior se desprende que nada del mundo es estable, mucho menos eterno o sustancial. Nada ofrece la certeza definitiva, aquella con la que el hombre ha soñado y que llevó a Miguel de Unamuno a blasfemar más de una vez en su poesía; aquella certeza que hace soñar al hombre con utopías, con dioses, con esencias o con ideas puras.
Esta conciencia de la inestabilidad, que es la conciencia de lo efímero, repito, lleva adosada la conciencia de la soledad, del dolor y de la muerte. Motivos suficientes serían éstos de consolación humana, si tan sólo tratáramos de ubicarnos, imaginariamente por supuesto, fuera del espacio y del tiempo y reflexionáramos, como Ulises en el prólogo de la ópera de referencia, para comprender que todo lo material es inestable y, por ende, efímero; causa de dolor y muerte, pero causa también de todo esfuerzo humano por trascender, a través de la elección del reto que es vivir (los suicidas quedan al margen) de los avatares de la propia existencia.
La terquedad humana nos hace seres confiados. Creemos que el lapso que nos toca vivir es una eternidad y que podemos evadir lo fortuito. Las regularidades son todas relativas y, por más que el sol se levante por el oriente los días que llevamos vivos, esta regularidad lejos está de ser permanente. Nuestro sol también muere cada día.
Vivimos pues la ilusión de la eternidad, autoengañados para poder seguir adelante, mintiéndonos para alejar, al menos por momentos, la agonía del dolor inherente a la naturaleza humana. La terquedad y el autoengaño, resultan así necesarios para poder seguir viviendo en la selva de lo contingente.
Cuando el clasicismo descubrió el lado oscuro de la existencia humana, descubrió también su miseria. Miseria que se traduce en conciencia de lo mejor posible que no puede ser. Conciencia de la felicidad plena que, en términos religiosos, bien puede traducirse como adhesión total al ser divino o al espíritu universal, retorno al hogar perdido o al útero materno. La conciencia de lo anterior se erigió como uno de los logros más altos de la cultura griega, su entendimiento fue el paso inmediato de su decadencia. La tragedia griega nos lo revela. Con Eurípides, el hombre griego y el hombre occidental dejaron de ser cándidos.
La madurez llega cuando la ingenuidad se pierde, cuando la cultura y la vida nos aplastan con el peso de la conciencia de la imposibilidad del paraíso.
Talvez el epicureismo y el hedonismo (actitudes éticas de la decadencia) todavía tengan algo que enseñarnos. Al menos, que la mejor inversión pueda ser, bajo ciertas circunstancias, la felicidad a través del placer. Algo efímero dentro de un mundo efímero.