Legado de Garcí­a: economí­a sana y 217 conflictos sociales


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No hay nada de lo que se jacte más el saliente presidente Alan Garcí­a que de entregar a su sucesor Ollanta Humala un paí­s con un crecimiento económico del 7% en promedio anual, una inflación menor del 3%, y unas reservas internacionales que alcanzaron un acumulado histórico de 47.000 millones de dólares.

Por CARLA SALAZAR LIMA (AP)

Pero ese no es la única herencia que el 28 de julio Garcí­a legará en la ceremonia de transferencia de mando.

Durante sus cinco años de gobierno (2006-2011) se multiplicaron los conflictos sociales y las demandas populares insatisfechas. Recibió el paí­s con 84 y le entregará a Humala 217 confrontaciones, según la autónoma Defensorí­a del Pueblo.

Garcí­a se hizo globalmente famoso durante su primer mandato (1985-1990) por declarar una moratoria en los pagos de la deuda externa peruana e intentar estatizar la banca. En su segundo perí­odo, su polí­tica bandera fue la de permitir la explotación petrolera en la jungla peruana y promover los intereses de las multinacionales de energí­a y minerí­a, lo que enfureció a los habitantes de las zonas. El sector representa más del 60% de las exportaciones del paí­s.

Los grupos indí­genas del Amazonas se organizaron en contra del gobierno que concesionaba gas y petróleo en sus territorios ancestrales sin su permiso lo que, a su vez, enfureció a un Garcí­a, de personalidad autoritaria y poca capacidad autocrí­tica.

El balance en rojo de su gestión lo constituyen 104 personas muertas y 1.398 heridas, la mayorí­a por disparos de bala, en protestas sociales de 2008 a la fecha, según la Defensorí­a, «en un periodo en que no hemos tenido guerras civiles, no ha habido guerras interiores», dijo a The Associated Press (AP) el historiador y sociólogo Nelson Manrique.

«En lo positivo (Garcí­a) deja una economí­a básicamente saludable», agregó Manrique. «En lo negativo, ha sido autoritario, no ha habido polí­tica de diálogo, ha postergado un conjunto de reivindicaciones que han generado este ambiente de explosividad social».

En octubre de 2007, Garcí­a dijo, en una columna en el diario El Comercio, que las «ideologí­as superadas» eran un gran lastre para el desarrollo de Perú. «El viejo comunista anticapitalista del siglo XIX» se ha convertido en el siglo XXI, en «medioambientalista», y que en el caso del petróleo se inventaron la figura del «indí­gena no contactado» (que no ha tenido contacto con otras culturas) para preservar la integridad de la selva peruana.

Para Manrique el proyecto que impulsó Alan Garcí­a «no podí­a ser impuesto pací­ficamente, porque afectaba los intereses de los sectores populares, comunidades, comunidades nativas, trabajadores en general… tení­a que imponerlas recurriendo a la sorpresa en algunas casos, el engaño en otras, las dilaciones, y cuando eso no funcionaba habí­a que recurrir a la violencia».

Amparado en facultades legislativas concedidas por el Congreso, el Ejecutivo expidió un decreto legislativo eximiendo de responsabilidad penal a miembros de las fuerzas armadas y policiales que causen lesiones o muerte en ejercicio de sus funciones para mantener el orden público. Para los organismos defensores de los derechos humanos, en la práctica le dio luz verde a la represión del movimiento social. Ahora, esos casos los examina la justicia penal militar.

El peor hecho de violencia ocurrió en 2009 con la muerte de 34 personas, entre ellos 24 policí­as, en un cruento enfrentamiento entre agentes y nativos amazónicos que protestaban por dos decretos legislativos sobre los que no fueron consultados y que, según ellos, permití­an la venta de sus territorios ancestrales para operaciones petroleras y gaseras.

No se recuerda en la historia de Perú un incidente con tan alto costo de vidas en una protesta social.

En un tono de profundo desdén Garcí­a dijo refiriéndose a los indí­genas: «estas personas no tienen corona, no son ciudadanos de primera clase que puedan decirnos a 28 millones de peruanos, tú no tienes derecho de venir por aquí­».

Los nativos bloquearon por más de 50 dí­as una carretera en la ciudad selvática de Bagua, y cuando la situación se volvió insostenible, el gobierno envió a 500 policí­as para desalojar por la fuerza a unos 5.000 indí­genas.

Un grupo de policí­as fue cercado por los indí­genas y usó sus armas en defensa propia. Pero los nativos, que eran más numerosos, lograron arrebatar el armamento a los agentes y disparar contra ellos.

En otro lugar, otro grupo de policí­as fue secuestrado por nativos y luego fueron asesinados a balazos. Algunos que trataron de escapar fueron perseguidos y atacados con lanzas.

«(Garcí­a) ha sido un gobernante nefasto, autoritario, irrespetuoso, un gobernante que no respeta los derechos humanos… y está demás decirlo, (con) una actitud despectiva hacia los pueblos», dijo a la AP el lí­der indí­gena Alberto Pizango, que pese a que no se encontraba en Bagua durante el violento choque, fue responsabilizado por el gobierno de azuzar a los indí­genas. Actualmente afronta tres procesos penales en relación con los hechos, y no puede salir del paí­s.

Rolando Luque, funcionario de la Defensorí­a del Pueblo, dice que más del 50% de los procesos de diálogo instaurados para solucionar conflictos sociales se iniciaron después de generada la violencia, lo que demuestra una «falta de reflejos» del gobierno para actuar en las etapas tempranas del conflicto.

Las protestas sociales no dieron tregua a Garcí­a ni siquiera a finales de su mandato. Apenas faltando un mes para que entregue la presidencia, una protesta en la región Puno contra la contaminación de la minerí­a informal dejó cinco pobladores muertos en un violento choque con la policí­a, que buscaba impedir que vándalos destrozaran las instalaciones del aeropuerto de la ciudad de Juliaca.

Pero más que atribuir responsabilidades al gobierno por el incremento de los conflictos sociales, Luque afirma que esa situación se produce en una coyuntura de crecimiento y veloz desarrollo que viene experimentando Perú, adonde llegan en gran escala las inversiones de empresas transnacionales básicamente dedicadas a la extracción de los recursos naturales.

«Eso produce un encuentro entre dos mentalidades, dos maneras de entender el medio ambiente, entender el desarrollo o entender en general la cultura: la empresa, con sus objetivos económicos muy definidos y, por otro lado, las comunidades de sierra o de selva que perciben que su medio de vida puede estar en riesgo, el agua, la tierra, que les ha servido como formas de subsistencia ancestral», dijo Luque a la AP.

«Cuando se emite una norma jurí­dica que no ha sido consultada, la población interpreta: ‘están menospreciándonos’, (piensa) que el estado no reconoce su condición de ciudadano, y además ciudadano con derechos especiales por tratarse de pueblos indí­genas, y eso significa para ellos una pérdida de respeto de parte del estado, de las empresas, hacia estas comunidades», agregó.

«Se dice que hay más conflictos sociales, y claro, si es que hay cinco veces más inversión», dijo Garcí­a en una entrevista con el diario El Comercio publicada a mediados de julio. «Se habla de ausencia del estado, y acabo de decir que se han electrificado 978 pueblos, se han entregado 47.000 computadoras en Puno, se han construido colegios, carreteras en Puno, de manera que eso de la ausencia del estado… no es cierto».

En el último año, la AP ha solicitado en múltiples ocasiones una entrevista con Garcí­a que no ha sido concedida.

Al ganar la presidencia en 2006, Garcí­a prometió trabajar por la justicia social y por redistribuir la riqueza en favor de los desposeí­dos. Además dijo que implantarí­a «un gobierno de diálogo y apertura».

Afirmó que no olvidarí­a a las regiones más pobres de Perú que no votaron por él, y que no habrí­a «ningún abismo entre el gobierno que me tocarí­a encabezar y las necesidades profundas de compensar las desigualdades y desequilibrios de desarrollo que existen en este momento entre las regiones de nuestro paí­s».

Garcí­a, de 62 años, dejará la presidencia con una popularidad del 42%, según el último sondeo de la firma Ipsos Apoyo divulgado a mediados de julio. Entre las razones de la aprobación de su gestión los encuestados señalan la construcción de «carreteras, hospitales, y obras de agua y desagí¼e», con 51% de menciones, y «el buen manejo de la economí­a», 40%.

Entre las razones de desaprobación de su gobierno, figuran con 66% de respuestas la corrupción, 59% el incremento de la delincuencia, y 28% el manejo de los conflictos sociales.

Cuando la prensa difundió cintas de audios de conversaciones telefónicas que revelaban presuntos negociados en una licitación de lotes petroleros, Garcí­a afrontó el nivel más bajo de popularidad (19 en octubre del 2008.

En las conversaciones se mencionaban los nombres del entonces jefe del gabinete, Jorge del Castillo, otros ministros, y el secretario de la presidencia.

Desde entonces, permanece la percepción de la población de que ha habido corrupción en el gobierno. Los procesos penales abiertos en relación a ese escándalo siguen su curso.

Garcí­a llegó por primera vez a la presidencia en 1985 a los 36 años. Era el presidente más joven de Latinoamérica. Su elección despertó el entusiasmo de los peruanos y su popularidad llegaba a casi el 90% cuando asumió formalmente el cargo.

Su primer gobierno significó un desastre para Perú. Tomó medidas populistas que produjeron una hiperinflación anual de 3.000% al final de su mandato en 1990.

«Yo creo que se puede ir con la conciencia tranquila», dice la lideresa del Partido Popular Cristiano, Lourdes Flores. «Ha manejado la economí­a con sensatez… las relaciones internacionales de manera adecuada. Creo que le faltó cercaní­a social… pero creo que ya ha reivindicado su nombre».

Garcí­a considera que la opinión pública peruana será más «magnánima y benigna» con él con el tiempo cuando se extingan «las pasiones» y «envidias».