Pascual Monroy: la irrecuperable edad de la inocencia


Juan B. Juárez

El color cálido, difuminado en mil matices delicados, y los temas inocentes desarrollados con soltura desde una perspectiva aparentemente infantil son las caracterí­sticas más notables de la pintura de Pascual Monroy (San Pedro Sacatepéquez, Guatemala, 1964) y que, í­ntimamente conjugadas en su obra, son el origen del genuino sentimiento de ternura que despierta su obra aún en el espectador menos sensible.


Atendiendo a este sentimiento, se dirí­a que su trabajo intenta recrear la manera de representar el mundo de un niño de 5 o 6 años, que, siguiendo una «lógica afectiva», dibuja y colorea con torpeza pero con intenso gozo expresivo lo que para él es más significativo. De esa cuenta, destaca los rostros, exagera las piernas (o patas), simplifica el cuerpo, intensifica la mirada, detalla las bocas (picos), sin reparar mayor cosa si se trata de seres humanos, animales u objetos (juguetes), esbozando apenas una jerarquí­a embrionaria y provisoria en la intensidad de su emotividad. Esa lógica infantil de los afectos explicarí­a también cierta secuencia imprevista y sorpresiva que siguen sus cuadros. Cada uno de ellos ilustra, por así­ decirlo, un pasaje intensamente emotivo de una narración que no empezó nunca ni terminará jamás. En sus cuadros, en su obra, asistimos al origen del lenguaje infantil, a la formación espasmódica de la significatividad, al germen aún balbuceante de lo simbólico; todo ello expresado no con el metalenguaje de una teorí­a lingí¼í­stica o de una «filosofí­a de las formas simbólicas» sino paradójicamente con el lenguaje pictórico maduro de un poeta intuitivo.

El observador atento de la obra de Pascual Monroy, no obstante la ternura que produce su obra y del acierto en la recreación poética e intuitiva del modo de representar infantil, debe, sin embargo, demorar su atención en los recursos técnicos, formales y conceptuales con los que el artista llega a esa luminosidad que, a su modo poético, pareciera acompañar a una profunda teorí­a sobre el origen del lenguaje y la significación.

En ese caso, tendrí­a que admitir que quizás el placer por el color es una inclinación natural de Pascual, un gozo que él lleva a niveles de virtuosismo y delectación. En su manera de formar o construir las imágenes, al contrario, la intuición juega un papel muy importante como guí­a y orientación de un hacer más consciente y deliberado. En efecto, en el fondo de las sutilezas del color, de la inocencia pretendidamente infantil de los temas y los motivos, está, casi escondida, la base geométrica de un proceso formativo de penetrante lucidez intelectual, quizás opacado por la arrobadora ternura que despierta una imagen total, un cuadro acabado. Se trata, sin embargo, de una geometrí­a elemental de triángulos, cí­rculos, rectángulos, cuadrados, sabiamente dispuestos en una composición que se sabe de antemano simbólica y significativa.

Así­, la ternura que despierta su obra en el espectador es la contrapartida de la nostalgia que mueve al artista en su existencialmente vano intento por volver a la edad de la inocencia. Descubrimos, entonces, que no hay tal pintura infantil, ni tales temas inocentes y que la ternura es quizás el resultado fortuito de una obra compleja y profunda, de una tarea trágica e imposible, destinada al fracaso, de recuperar esa edad perdida para siempre y, en consecuencia, la afirmación de nuestra permanencia fatal en esta edad de la perversidad y la maldad. juanbobras@gmai.com0