Pervez Musharraf, un general ’patrocinado’ por Estados Unidos que se considera imprescindible para la supervivencia de su país y Benazir Bhutto, una ex primera ministra que presume de su independencia pero negocia para volver al gobierno, se dicen dispuestos a encarnar la reconciliación en Pakistán.
Ocho años después de llegar al poder con un golpe de Estado, Musharraf, un militar de 64 años que gobierna con mano de hierro y se confiesa ferviente admirador de Napoleón, ha protagonizado otra especie de golpe, el pasado 3 noviembre, al decretar el estado de excepción.
De esta forma, eliminó de un plumazo los posibles obstáculos para perpetuar su poder, en la cuerda floja tras su reelección en las presidenciales de octubre, que podrían ser declaradas anticonstitucionales.
Convencido de que es el único que puede librar a su país de Al Qaida y otros extremismos, una idea que Washington, que lo considera un aliado clave en su guerra contra el terrorismo, le ayudó a creer, Musharraf es la última incorporación a la lista de dirigentes bendecidos por Washington que finalmente se rebelaron contra su mentor.
Llegado al poder en 1999 tras derrocar el gobierno por el primer ministro Nawaz Sharif, Musharraf prometió a los paquistaníes una «verdadera» democracia, un gobierno honesto, sin fundamentalismo y con armonía entre las provincias. Su fracaso tras nueve años de reinado es flagrante.
Estados Unidos no pudo evitar que este general se aferrara a su uniforme militar como un salvavidas para seguir gobernando. Lo que Washington sí consiguió es que Musharraf, antes de decretar el estado de excepción, amnistiara a la ex primera ministra, Benazir Bhutto, que regresó al país tras ocho años de exilio y negociaba un reparto de poder con el jefe de Estado.
Política pro-occidental que está amenazada de muerte por los talibanes y Al Qaida, Bhutto fue blanco del mayor atentado de la historia de Pakistán el día de su regreso, el 18 de octubre. Ella salió ilesa pero en el ataque fallecieron 139 personas.
Hija de Zulfiqar Ali Bhutto, jefe de gobierno populista ahorcado por el dictador militar Zia-ul-Haq en 1979, Bhutto, de 54 años, asegura que el día del entierro de su padre decidió que «no descansaría hasta que la democracia regresara a Pakistán».
Líder del Partido del Pueblo de Pakistán (PPP), la política fue primera ministra de 1988 a 1990 y de 1993 a 1996. Después se exilió voluntariamente y desde entonces se ha presentado como alternativa a Musharraf y solución a los problemas de su país.
«No quiero que Pakistán se convierta en un Irak. Quiero salvaros», declaró la dirigente el viernes.
Pese a que Bhutto intenta marcar sus distancias con Musharraf, el acuerdo tácito entre ambos para repartirse el poder en las legislativas, previstas finalmente en febrero, ha comprometido su discurso de defensa de la democracia.
Para Mariam Abu Zahab, experta en Pakistán del Centro de Estudios e Investigaciones Internacionales (CERI) de París, Bhutto no es tampoco la solución para Pakistán.
«La comunidad internacional debe exigir el retorno de un verdadero gobierno civil, con elecciones en las que todos los partidos de oposición participen normalmente», explicó esta semana la experta en una tertulia en Internet.
Pero hoy por hoy, Pakistán, único país musulmán que posee el arma atómica, es una nación dividida e inestable.
La crisis económica es un pesado fardo a espaldas de sus 160 millones de habitantes, pese a la inyección económica recibida de Washington tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, y su suelo es terreno abonado para todo tipo de extremismos.
«Pakistán necesita urgentemente elecciones libres que reconcilien a la población con el Estado. Sus habitantes esperan un ’salvador’ que aporte estabilidad, empleo y seguridad», explicó Abu Zahab.
Según la experta, esta cruzada contra el terrorismo «no justifica la detención de opositores, la represión o el control de la prensa». Es una guerra necesita el apoyo de la opinión pública que hoy por hoy no confía en Musharraf y mira con cierto escepticismo a Bhutto.