La grave crisis intercomunitaria que atraviesa Bélgica, país fundador de la Unión Europea y cuya capital alberga la mayoría de instituciones, demuestra que más allá del éxito de la integración económica, el Viejo Continente sigue sometido a la presión de los nacionalismos.
El miércoles, por primera vez en 177 años de historia, los flamencos del norte de Bélgica (60% de la población) hicieron uso de su mayoría en el Parlamento para imponer a los belgas de lengua francesa (40%) una iniciativa que recorta los derechos de voto de estos últimos en la periferia de Bruselas.
La votación se produjo en un marco de gran incertidumbre en Bélgica, que esta semana superó su récord de 148 días sin gobierno, desde las elecciones del pasado 10 de junio que dejaron en evidencia las diferencias cada vez más grandes entre sus comunidades lingí¼ísticas.
Mientras los electores flamencos optaron por partidos que preconizan una amplia reforma del Estado que acuerde a Flandes más competencias para dirigir su floreciente economía, los belgas de lengua francesa votaron por fuerzas dispuestas a aceptar ciertos cambios, pero sin tocar el principio de solidaridad entre las regiones del reino, que amenazaría a Valonia (sur), más atrasada.
El contraste entre la integración económica que alienta Europa y este movimiento de autonomía que se observa en Bélgica, pero también en España con el País Vasco y Cataluña, puede sorprender a muchos aunque al mismo tiempo es un efecto de la globalización, como explicó el Alto Representante de la UE para la Política Exterior, Javier Solana.
«La teoría dice que, en paralelo con la integración económica, debería haber un proceso de convergencia política a escala mundial. No parece ser el caso. En política está sucediendo en gran medida lo contrario: la desagregación. Parece contradictorio, pero ambas tendencias están conviviendo», indicó Solana en un discurso el miércoles en Madrid.
En la misma sintonía, el diario francés Le Figaro afirmaba en un editorial publicada el viernes que si bien «es paradójico que la lógica de cada uno por si mismo se amplíe a medida que progresa la construcción europea», también es cierto que la UE «alienta a la descentralización y el regionalismo».
«Algunos parecen más inclinados a ayudar un país alejado, recientemente ingresado a la Unión, que a mostrarse solidarios de sus propios compatriotas menos favorecidos», agrega Le Figaro, en referencia al «perfume de revanchismo» histórico de ciertas reivindicaciones flamencas, vascas o catalanas.
Si las consecuencias de una «balcanización» de Europa son impredecibles, el sólo hecho de que se hable de ello afecta a la UE y su posición ante el mundo.
Un ejemplo de esto, es la cuestión del futuro estatuto de Kosovo, en que el bloque apoya una independencia bajo vigilancia de la provincia separatista serbia de mayoría albanesa.
«Â¿Por qué maltratar los principios del derecho internacional y estimular los separatismos en Europa y el ex espacio soviético? ¿No hay ya bastante problemas en España o en Bélgica?», preguntó irónicamente el presidente ruso Vladimir Putin, antes de la última cumbre UE-Rusia en Mafra (Portugal) diez días atrás.
Moscú, tradicional aliado de Serbia, apoya a Belgrado en su negativa de aceptar la independencia de Kosovo, y se muestra muy susceptible ante toda insinuación de la comunidad internacional sobre un cambio de estatuto de sus repúblicas en el Cáucaso.
Para el gobierno español, la situación es particularmente complicada, ya que no quiere romper la unidad europea respecto de Kosovo, pero sabe que la independencia de ese territorio no hará más que revitalizar otros sueños separatistas de vascos y catalanes.
La diferencia entre los dos casos, dicen los unionistas, es que Kosovo está fuera de la UE y constituye una «excepción», mientras que el País Vasco y Cataluña están dentro de un Estado miembro del bloque, con fronteras firmes.
Una eventual explosión de Bélgica destrozaría esta argumentación, además de dejar en el limbo a Bruselas, sede de las instituciones europeas, y abrir paso a una multitud de reivindicaciones en un continente donde hay tantas similitudes como diferencias, según el cristal con el que se mire la cuestión.