Por Juan B. Juárez
Poeta, cuentista, pintor, crítico de arte, retratista en centros comerciales, Julio Lohengrin Flores (Guatemala, 1965) ha sido desde siempre un artista marginal de tiempo completo. No importa si a veces da clases para ahuyentar el tedio o pagar el alquiler o si dedica temporadas a actividades aparentemente más edificantes como ilustrar un libro para alfabetizar en lenguas mayas, lo cierto es que, en esos y otros casos, su imaginación un poco malsana encuentra siempre la manera de deslizarse hacia tópicos y quehaceres más bien delirantes, como enamorarse de una mujer entrevista en un concierto de Serrat, urdir un cuento lo suficientemente pequeño para que lo rebalse la fantasía, expresar con virulenta timidez sus opiniones excéntricas aunque no faltas de razón o para realizar una asombrosa galería de personajes imaginarios.
Marginal no sólo por timidez personal sino por una extraña confabulación de circunstancias adversas, Julio Lohengrin es un personaje de no ficción característico de esa fauna que gravita en torno a las actividades culturales un poco pueblerinas de nuestra ciudad, pero no como polilla encandilada destinada a la muerte festiva sino como una luciérnaga lúcida que emite señales significativas aunque incomprensibles. Sorprende sobre todo por la rara virtud de su imaginación, ocupada ?no distraída?siempre en otras cosas y que termina invariablemente desequilibrando las disquisiciones más sesudas de sus amigos menos lúcidos y más solemnes que él.
Tal como corresponde a un personaje de esa naturaleza, su obra realizada en cafés, bibliotecas y parques no se encuentra dispersa sino, en su mayoría, irremediablemente perdida. Esos golpes de ingenio o de ingenuidad han sido olvidados por sus amigos aturdidos. Sus dibujos, casi siempre perturbadores, se extravían en las carpetas saturadas de sus amigos de éxito. Sus poemas tiernos, de una ternura enfermiza, nos excluyen a todos sus amigos que no somos poetas. Quizás sólo ha sido un exceso de generosidad o una falta de fe en sí mismo, aunque yo me explico la perdida, dispersión o disolución de su obra como falta de fe en sus amigos que, acostumbrados como estamos a su prodigioso asombro cotidiano, le hemos restado valor a su permanente talento.
Me queda, para refrendar mis palabras, una mínima colección de retratos imaginarios que Julio Lohengrin elaboró en los últimos tres meses. Hechos de una pieza, con certeza técnica y con frescura expresiva, sus personajes sorprenden, en primer lugar, por cierto carácter elemental y simple de su trazo que potencia al máximo la agresividad espontánea del color. «Expresionistas», diría un crítico desprevenido, pero, aclaro yo, tras esa galería delirante no hay escuelas, aunque sí un estilo bien definido empeñado en retratar a la vida en sus gestos de más profunda intimidad. Sin embargo, entre esa profunda intimidad y los rasgos externos más superficiales se descubre en todos sus personajes un denso vacío existencial, un desencanto radical que aflora sobre todo en la mirada: una tristeza profunda que desaloja al asombro.
A partir de esa tristeza sin asombro, todo deviene en máscara y farsa: esos personajes son exactamente «los otros», a los que no queremos ver, aunque sabemos que más de un rasgo nuestro ha quedado grabado en esas retinas pastosas, apagadas y tristes. Más que desencanto, ironía y un infinito sentimiento de ridículo. En efecto, como ese Payaso visto por el paisaje, todos los personajes de Julio Lohengrin exponen sus miserias al universo indiferente.