Encontrarnos a pedradas


Mario Palomo

Escribir sobre Mario Roberto Morales, por muchas razones me resulta una operación harto enjundiosa y muy, muy jodida. En principio porque corren tiempos en que la atomización y el desencuentro son tenidos en muy alta estima, de modo que no es para nada extraño que lo que se cultive en los ambientes intelectuales, al menos en los de nuestra latitud, se circunscriba a una suerte de regodeo entre roscas conformadas por gente que se busca para autovalidarse con el mismo hermetismo con el que los gitanos se leen y releen la suerte. No se pierde, sin duda, pero tampoco se gana. Y no se pierde, conviene no olvidarlo, en virtud de que nada, absolutamente nada se pone en riesgo. Según esta forma de razonar, cuya lógica confirmarí­a al sistema, la suerte estarí­a echada y no habrí­a más que deslizarse en piloto automático por las autopistas prediseñadas por los mandarines del éxito. Por todo ello, pienso que en tales condiciones tampoco debe de extrañar que cualquier iniciativa de interlocución, sin importar de dónde pueda provenir o nacida de cualquier fueguito interno que ansí­e trascender los cercos tendidos por la anomia y el individualismo al uso, sea vista con desconfianza y socarronerí­a en un entorno más bien proclive a aceptar de buena gana los empalagosos padrinazgos asumidos de una generación a otra, que la necesidad humana de comunión. Habrí­a que hacer algo, cualquier cosa, con tal de romper con esa lógica. Romper un vidrio y quedarse sonriente a la espera del dueño. Romper cien vidrios con la ilusión de contagiar la maní­a de enrostrarnos de alguna manera. Romper el desencuentro a pedradas. Puesto que esa necesidad de comunión, que sobre todo es de comunicación, y en cuyo horizonte utópico, me imagino, puede tramar la esperanza de que una vez liberados de toda suerte tapaderas mentales y de exclusiones de tipo generacional ?las cuales no tienen sentido alguno?, quizá se pueda encarar finalmente el riquí­simo caudal de ideas que, al fin y al cabo, son el producto del entorno del cual para bien y para mal, somos contemporáneos, y que dan cuenta de nuestra particular polifoní­a mestiza. Es en ese sentido en que me permito afirmar que Mario Roberto se ha dedicado a romperles los vidrios a todos. Demasiado libre para las prácticas de una guerrilla regida por una moral militar y católica, a la que sin embargo dedicó sin regateos de ningún tipo, más de veinte años de militancia, y demasiado lúcido para una oligarquí­a que no entiende lo que no puede comprar. No persiguió a la literatura con el pajarito del reconocimiento zumbándole en el coco ?según me contó? porque se dio cuenta temprano que, en él, el vicio de escribir brota de una necesidad expresiva y práctica vital que surgen como consciencia crí­tica, prácticas gracias a las cuales, llevadas por él a sus últimas consecuencias, ha logrado hacer de las palabras armas efectivas de colores delicados. Esa ductilidad de las palabras en sus manos proviene de utilizarlas como piezas de espejos rotos, y el ejercicio mismo de escribir como un juego de espejos frente al cual no debe mediar sino la honestidad de asumirse sin reveses, ni dobleces. Esto incluye la capacidad de reí­rse de sí­ mismo, como condición previa y necesaria para reí­rse de los demás con todas las licencias. Pienso entonces en los guerreros chinos del tiempo de las dinastí­as, que llegaban a la sabidurí­a de la espada a través de la práctica constante de la caligrafí­a. Su solvencia como interlocutor, reside en que tampoco le ha interesado cargarse el mote de fundar escuela ni de apadrinar a nadie. Menos mal. Prueba infalible de que no es de los que se acaban en sus pequeñeces. Muy al contrario, al darse sin reservas a quienes lo buscan ha dejado en claro que no le interesan los aduladores, puesto que él también aspira al extraordinario riesgo de la interlocución. De suerte que es mi amigo, y que le conocí­ tirando piedras yo también. Hecho frente al cual nunca me ha aconsejado cómo tirarlas ni a quién; simplemente me ha alentado a continuar tirándolas sin más objeto que disfrutar de lo que se rompe y de ver con quién se encuentra uno en el proceso. Cien vidrios a tu salud.