Traducimos el verbo inglés «To be» con dos verbos del español: ser y estar, que nos permiten disociar la unidad espacio-temporal donde se sitúan los objetos, donde propiamente permanecen, duran, están y son. No sé si el empleo de dos verbos en vez de un solo implique alguna superioridad conceptual, pero ante el espectáculo que me ofrece la pintura de Ricardo Morales percibo que la disociación entre el ser y el estar es definitiva, violenta y angustiante. Y es que en el ser humano que habita en su pintura y el tiempo y el espacio no sólo no coinciden sino que, después de chocar violentamente y repelerse con impulso propio, parecen seguir, cada uno por su cuenta, por direcciones opuestas. Queda claro que su pintura habla del espacio y del tiempo de la existencia, percibida perturbadoramente por la conciencia cierta de su limitación y finitud.
Desde esa percepción perturbada de la no coincidencia del tiempo con el espacio, la pintura de Ricardo Morales tiene mucho de gestual y compulsivo, como un pase mágico para conjurar la angustia. Así, esa geometría que quiere ser regular y simétrica, principio ordenador de un estar (ser) estable, pero que de pronto, o bien se queda inconclusa (perdida en el tiempo) o bien se lleva hasta el límite del delirio y acaba convertida en un laberinto ciego en el que el hombre se pierde en su espacio, pero, en todo caso, aparentemente protegido de la mancha del tiempo que invade la nitidez del espacio geométrico.
Se trata de algo más que un simple juego de conceptos y de imágenes. Es propiamente la expresión artística de la crisis existencial de nuestro tiempo. Lejos del equilibrio vitrubiana y leonardesco (a los que hace alusión directa), la figura humana aparece en su pintura siempre desviada, inclinada a un lado o a otro, superpuesta (no inmersa) al transcurrir del tiempo y al permanecer del espacio. O más exactamente, en el punto de choque, en el principio de su mutua repulsión, en el momento en que marcan su ajenidad con respecto a la existencia humana, en el pleno proceso de disolución y desdibujamiento. No obstante, quizá por la vía de la reducción al absurdo, su pintura nace del hecho experimentado en carne propia, de que la existencia, desde el nacimiento hasta la muerte, se duele del espacio y del tiempo. No sólo se pierde el tiempo. También el espacio se deja carcomer por las fugas húmedas de la conciencia, por los extravíos musgosos que desdibujan el jardín inconcluso de la plenitud existencial. No hay recherche du temps perdu.
O quizá, al fin de cuentas, sí se trata de un juego, un videojuego para ser más gráficos, aunque el jugador ya no sea un humano, cuyo objetivo es el exterminio de la existencia humana por medio de esos bichitos persistentes que nos persiguen siempre en el visor centellante de otra conciencia igualmente delirante y esquizofrénica.