Xeny Piedrasanta o los alegres brincos de la Estética


Juan B. Juárez

Desde la antigí¼edad griega venimos arrastrando una inquebrantable exigencia de severidad y rigor, de nobleza y solemnidad sobre todo en lo que a la escultura se refiere. Esa exigencia griega tení­a que ver con la naturaleza de sus personajes y el carácter de sus temas: héroes y dioses (y diosas, precisarí­a una feminista puntillosa), hechos heroicos y los actos no siempre racionales de sus divinidades. De cualquier modo, heroica o mitológica, la escultura griega aspiraba a la eternidad: de allí­ la equilibrada expresión de los rostros, lo ideal de las proporciones del cuerpo, el diseño invisible que rige la composición; y también el mármol y el bronce y las finas labores artesanales que estos nobles materiales exigen. Después de todo era una de las Bellas Artes.


Dos mil 600 años después, la herencia griega sigue vigente a pesar de los furiosos intentos, casi siempre fallidos, de los escultores europeos vanguardistas por erosionarla y, de algún modo, modernizarla. Pero más paradójico aún: sigue vigente incluso en la Guatemala multiétnica y pluricultural de nuestros dí­as, un paí­s en el que lo clásico griego no deberí­a ser sino un exotismo más entre el cúmulo de intromisiones e imposiciones culturales que es nuestra historia antigua y actual.

En lugar de eso, la herencia clásica se ha convertido en un sólido prejuicio ?que no nos deja ver-nos?que va más allá del buen gusto anquilosado y convencional. Quizás esa sea la explicación para las miradas perplejas y aterradas y los juicios que oscilan entre lo escandaloso y ofendido que despiertan las insólitas (de algún modo hay que llamarlas) esculturas de Xeny Piedrasanta, situadas en las antí­podas de la eternidad, desamparadas de toda mitologí­a, surgidas más bien de este lado de la vida y la cotidianidad, despojadas sus cabezas de todos los ideales platónicos pero que nos resultan reconocibles e incluso amables por la dulcificada expresión que se origina en la excesiva generosidad de la naturaleza.

Ante ese espectáculo ?chocante para unos, atrevido para otros?todos deberí­amos reclamarle no a los griegos sino a la tradición occidental la pesada herencia de esa estética clásica que para nosotros ha resultado alienante y distorsionadora. En efecto, ese legado estético que hemos recibido del mundo occidental no sólo nos esconde de nuestra propia mirada ?como si no quisiéremos ver y reconocer nuestro verdadero aspecto?sino que al mismo tiempo nos falsifica y desvaloriza desde la raí­z de nuestra propia cultura.

Así­ pues, las esculturas terrenales ?por cierto, son de barro? de Xeny Piedrasanta, con su frescura a flor de piel requemada por el sol y el trabajo, con la invitadora calidez de sus miradas, con la voluptuosa coqueterí­a de su resaltado colorido, con su gracia y vitalidad extraí­das de lo popular y lo cotidiano, con su perenne alegrí­a festiva, sin ideas platónicas que encadenen su imaginación natural, en fin, con la frescura de su concepción y elaboración, representan no un salto sino propiamente un brinco enorme de una estética lejana y extraña a otra cercana y propia, separadas por 26 siglos de tradición, por miles de kilómetros fí­sicos e históricos y por la ininterrumpida sucesión de imposiciones que ya mencioné. Se trata, de todas maneras, de un brinco riesgoso desde una lejaní­a deslumbrante e ideal hasta una cercaní­a en donde la realidad tiene algo de brutal, violento y urgente (para no usar los términos «grotesco», «folclórico» o «naif» que en realidad pertenecen a la otra estética). El riesgo implí­cito en el brinco estético de Xeny Piedrasanta es la pretensión de fundamentar su obra en esta estética «otra», que es la que verdaderamente nos pertenece, pues en ella encarnan los valores más profundos de nuestra cultura y de nuestra vida cotidiana, aquellos en los que radica la posibilidad de reconocernos como comunidad de seres humanos. En consecuencia, el prodigioso brinco de Xeny Piedrasanta está impulsado por algo más que la ironí­a y la irreverencia. En verdad, significa el intento serio y arriesgado de mirarnos a nosotros mismos con los ojos de nuestra propia estética.