En Guatemala llevamos años recibiendo el claro y categórico mensaje de que todo se arregla a tiros y se recurre a la violencia con más frecuencia y confianza que a la justicia legalmente establecida. No es únicamente por efecto de la guerra interna, puesto que ya desde antes en muchos pueblos los problemas de tierras se resolvían a balazos y luego nos vino la polarización ideológica iniciada tras la llamada Revolución de Octubre de 1944 y que alcanzó su clímax con la también llamada Liberación y sus secuelas de muchos años.
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De esa cuenta nos hemos acostumbrado a vivir en una cultura de muerte y por ello no sorprenden ni los linchamientos ni las ejecuciones extrajudiciales ni, por supuesto, la existencia de gente que se gana la vida matando por encargo y cobrando sumas que en realidad debemos considerar ridículas, por lo módicas, a cambio de segar vidas humanas. Lo único que no hacen los sicarios es promocionarse en la guía de teléfono, pero evidentemente es muy sencillo trabar contacto con ellos.
Pero si la cultura de la muerte tiene esa cara devastadora, no puedo dejar de pensar en la otra cara, la que la cultura de la muerte ha proyectado sobre el resto de los ciudadanos, aquellos que no creemos en la solución violenta ni creemos en que uno pueda hacerse justicia por propia mano, pero nos conformamos con el país que tenemos y nos acostumbramos a vivir en medio de la cultura de la muerte sin chistar, sin protestar ni condolernos.
De vez en cuando recibimos un sopapo tan grande como el del asesinato de Facundo Cabral que hace reaccionar a medio mundo y que nos recuerda cuán mal andamos y hasta dónde hemos llegado, pero al poco tiempo nuestra vida vuelve a su peculiar normalidad en la que vemos morir a seres humanos como si estuviéramos viendo llover, sin inmutarnos ni condolernos por el dolor de tanta familia que sufre los efectos de una violencia absolutamente insensata. Esa violencia que es capaz de arrebatar una vida humana por un pinche teléfono celular y que tiene manifestaciones cotidianas que han pasado a formar parte de nuestro propio paisaje.
La cultura de la muerte tiene, pues, un efecto también en quienes se definen como “gente buenaâ€, apartada de cosas y viviendo su vida decentemente en el trabajo y con la familia. Ese efecto es el de endurecer las conciencias y el de hacernos a todos vivir como topos frente a la violencia, confiando y pidiendo a Dios que no nos vaya a pegar a nosotros el infortunio, pero sin que nos altere mucho la vida lo que pasa con 27 campesinos degollados, con mujeres asesinadas en las llamadas zonas rojas, con los pilotos y ayudantes de buses que murieron a montones y que, aparentemente, han disminuido gracias a Dios recientemente, o ese ingrato crimen causado por el sucio negocio de la venta de celulares robados. No digamos las balas perdidas que cobran víctimas totalmente inocentes que tienen, como Cabral, la mala fortuna de estar en el momento equivocado a la hora equivocada.
Estoy convencido de que si no fuera por esa otra cara de la cultura de la muerte, la de la indiferencia de la gente honesta, no sería tan grave la violencia en el país ni la otra cara sería tan dramática. Porque la verdad es que nos hace falta como individuos y luego como colectivo, reaccionar frente a un flagelo que es terrible y que nos puede costar la vida a cualquiera. No estoy hablando de politizar el tema de la violencia, porque además creo que no se plantea en ningún lado una propuesta seria y congruente para enfrentarlo, sino simplemente de que el caso es tan serio que no podemos dejarlo en manos de los políticos y los ciudadanos tenemos que actuar. Decidir el cómo y el cuándo es tarea de todos.