Tal y como lo habíamos anunciado en columnas pasadas, a partir de este sábado nos seguiremos sumergiendo en el mundo de dos de los compositores más geniales que ha producido el mundo occidental a principios del siglo XX: Antón Bruckner y Gustav Malher, de quien ya hablamos ampliamente, epónimos del posromanticismo y expresión viva de los sentimientos más profundos de la cultura occidental.
Del Collegium Musicum de Caracas, Venezuela
La música de Bruckner se convierte en esencia sublime de sonido para Casiopea, esposa de miel, en quien adoro su acento de rosa, paz y alas que alegra el viento de mariposa; quien es pescadora del destino mío, primavera de mis campos élficos, distancia viva del planeta y áurea estación del porvenir nuestro.
Veamos, entonces, en primer lugar la vida artística de Antón Bruckner. Para introducir al lector en este universo, vamos a tomar de referencia precisa dos trabajos de Felipe Pedrell, ese maravilloso crítico español que conoció tan bien a Bruckner.
He aquí sus apreciaciones tan hermosas como personalísimas:
«Les morts von vite!» decía en su famosa balada el poeta alemán; pero, oh! No tan vite el reconocimiento humano hacia sus grandes benefactores de arte. Por toda Alemania y Austria, su patria, Bruckner es reconocido tardíamente, después de muerto! Maestro, digno sucesor de Beethoven e igual a Brahms. Las naciones latinas no le conocen todavía. Los muertos ilustres no van vite, como los de la balada de Burger cuando se reflexiona sobre estas dos fechas: 1824-1896.
El genial émulo de Brahms en la sinfonía contemporánea, nació en Ansfelden (Alta Austria). Su vida fue una lucha incesante y resignada, primero contra la ruda batalla de la vida, y después, contra la fiera humana empeñada en destrozar su obra.
Como Schubert, fue hijo de un maestro de escuela. El pobre Antón perdió a su padre en 1836. Tenía doce años y era entonces el mayor de doce hermanitos. Poseía una bonita voz de tiple, y como sabía algo de música, fue admitido como monaguillo en la capilla del convento de San Florián. Llegada la época de la muda de la voz, al cabo de cuatro años de estancia en el convento, deseoso de poder ser útil a su familia, decidió estudiar en Linz la carrera de pedagogo. Ganó una plaza de pasante a razón de dos florines mensuales, y en 1841 se instaló en la aldehuela de Windhag, acordándose entonces de la música, de su órgano y de su violín, instrumento éste que empuñaba bravamente, con objeto de tocar estudios trascendentales, para hacer bailar a los campesinos y campesinas de la localidad. Mal agradecidos sus servicios dieron las gentes en decir que «el pasante estaba medio loco» y que si no servía aún rascando el violín, pues con su música no se podía bailar.
Se instaló después de algunos años, en calidad de maestro de escuela titular, en Cronsdorf, cerca de Ems, donde halló una buena alma que puso a su disposición un piano para ejercitarse en el mecanismo del teclado. Volvió en 1845 a su convento de San Florián, donde previo examen, fue nombrado titular, familiarizándose además, con el órgano, instrumento de su predilección, hasta el punto de tomar parte en el concurso de organistas para proveer la plaza de organista de la Catedral de Linz, que le fue otorgada por unanimidad. Allí pasó los días más tranquilos de su vida, estudiando con energía para perfeccionarse y prepararse a emprender estudios técnicos mayores en los cuales le dirigió el severo profesor Sechter, de Viena. Bien preparado, sufrió en 1861 el examen rigurosísimo de ingreso en el Conservatorio de Viena, que le fue concedido por el Tribunal, asombrado ante tan extraordinarias aptitudes…»