La Corte de Constitucionalidad ya emitió opinión favorable al proyecto de reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos, que deberá ser aprobada por el Honorable, pero percibo que se persiguen timoratos avances para intentar superar casi insalvables obstáculos que impiden la sobrevivencia del frágil sistema democrático representativo que nos rige; pero no son los suficientes como para modernizar el modelo que no se adapta a las circunstancias sociales y exigencias de los ciudadanos respecto a la democratización de las organizaciones partidarias, como condición para eliminar la corrupción, el clientelismo y básicamente la injerencia del crimen organizado y de intereses oligárquicos bastardos en el financiamiento de esas instituciones políticas.
Resulta hasta tedioso insistir en señalar que para que prevalezca la democracia como el método más eficiente y efectivo de la forma de Gobierno, es indispensable la existencia de los partidos políticos, considerados como conductos de expresión de la voluntad mayoritaria de la población, de suerte que también es determinante la voluntaria, espontánea, consciente y sistemática participación de los ciudadanos.
De esa cuenta, he venido insistiendo infructuosamente en subrayar que mientras no se reformen los artículos 157 de la Constitución Política y el 205 de la LEPP que regula la distribución de los distritos electorales, me parece que es en vano pretender la reformulación del sistema democrático, que además de representativo debe constituirse necesariamente en participativo, en búsqueda de que, en lo que atañe al Congreso de la República, los diputados se conviertan en efectivos representantes de sus electores, y no que, como ocurre en la actualidad, los supuestamente representados mayoritariamente no son más que ciudadanos instrumentalizados durante el desarrollo y la culminación de los procesos de proselitismo electoral, porque no prevalece el vínculo entre votantes y legisladores.
He citado hasta la saciedad el caso de San Marcos –que no es único porque también sucede en los departamentos de Guatemala y Quetzaltenango, entre otros–, jurisdicción electoral que “elige” a nueve diputados; pero que son muy diferentes las características geográficas, étnicas y de otra índole entre los 16 municipios del altiplano y del área central y 14 de la subregión costera, de suerte que ese distrito debería convertirse en tres, en conformidad con las peculiaridades de sus habitantes y básicamente para que los representantes ostenten esa legitimidad que permita la fiscalización de sus actos de parte de quienes los eligieron, previas consultas al interior de los partidos políticos.
Adicionalmente, existiendo esa interrelación y para proseguir con plantear estos irrealizables objetivos a la luz de la realidad y de los intereses creados, las organizaciones partidarias ya no impondrían a su capricho a sus candidatos ni éstos comprarían sus postulaciones a los propietarios y financistas de los partidos, que dejarían de serlo, sino que serían los ciudadanos de los nuevos distritos los que harían valer su auténtica voluntad.
(El prosaico Romualdo Tishudo me toca el hombro y me dice: -Poné los pies en el suelo, Wayito, y dejá de escribir marihuanadas).