La idea que tenemos de tirano y de dictadura, nos dice Miguel Cuesta Jiménez, nos fueron determinadas por la cultura reciente y desde temprana edad. Hoy, la de tirano es la de aquel individuo que somete y esclaviza a un pueblo. Sin embargo el origen de la figura del tirano es, aunque ilegal, justiciera. En Roma se volverá un instrumento legal del Estado, en aras del orden.
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“Es la Grecia Arcaica, es un período convulso, con muchas tensiones (Stasis) producto de la crisis social y política del momento”. Ciertos grupos de poder gobiernan para sí mismos y en detrimento de la mayoría: Los corruptos, los sinvergüenzas y los criminales dominan “legalmente” las instancias del Estado y se respaldan entre ellos. El sistema no ha soportado la calidad moral de sus dirigentes y se ha vuelto contra la mayoría. ¡Son los aristócratas quienes gobiernan!
En ese justo momento surge el “tirano” como única opción para la gran mayoría de un pueblo, que ya no cree más en nada ni nadie… Suena familiar, ¿no?
El tirano solía agradecer el apoyo del pueblo al igualar derechos y deberes. Era proclamado en aquella antigua Grecia, y fue Pisístrato, ante el clamor popular, (s. VI a. C.), quien asume justicieramente la urgente tarea de restablecer un orden y una credibilidad en la autoridad ya perdida en la “polis”.
Pisístrato, como habilidoso político, toma el poder ingeniosamente pasando por encima de la corrupta ley y establece un justo equilibrio entre unos y otros. Al tiempo que cede tierras, también impone el pago del tributo a la plebe, manda a ajusticiar a los corruptos y elimina razonablemente deudas abusivas y centenarias. Repito, todo con el fin de proteger y recuperar ante la justicia y no ante la ley, la confianza en el Estado. Tristemente, Pisístrato, se embelesa con el poder, lo hereda a sus hijos y todo se desvirtúa.
Aproximadamente cien años después, en Roma, la figura del tirano es conocida con otro nombre: “Dictator”. El “dictator” o dictador, no era como pudiera creerse, el que encarcela y asesina personas dejándolas en las cunetas, no; sino aquel que era investido por la autoridad superior del Estado. El “dictador” era una magistratura conocida y ejercida solamente en momentos de extrema necesidad, como podía ser, por ejemplo, la amoralidad de los gobernantes. El mandato de dicha función duraba sólo algunos meses y podía postergarse sólo con la venia del Senado, pues requería recursos del Estado y no eran abundantes precisamente.
Esta magistratura tenía carácter extraordinario, pero era legal y se concedía a personas comprometidas absoluta y exclusivamente con la resolución puntual y específica del problema en cuestión, ya fuera de un problema bélico externo, un problema social interno de corrupción o algún otro de ingobernabilidad local, fuera cual fuera la causa.
Se escuchaba a las partes involucradas y se resolvía dictando lo que debía hacerse. ¡Sin más! No había lugar a reclamos, menos aún desobediencias que tolerar. Era el Senado mismo, –en la persona del patricio respectivo y con poderes absolutos–, el que discernía y dictaba. Lo más valioso era el Estado y el ciudadano. Esos eran y en ese orden, los criterios imperantes para evaluar cuán apropiada y efectiva había sido la gestión del “dictador” y todo, repito, contra el tiempo.
Los “patricios” representaban una clase social de alta dignidad desde la época del mismo Rómulo, distinguidos por su valor y sabiduría, por lo que fallar en la misión encomendada, representaba enorme descrédito ante el Senado y la sociedad romana.
Los romanos ya habían aprendido, sin embargo, del error de Pisístrato: Quien dicta debe hacerlo rápido y eficientemente: Así fue Lucio Quincio Cincinato, quizá la figura más emblemática del dictador: Representa la eficiencia, la honradez y el símbolo mismo del espíritu cívico de los romanos.
En el 460 a. C., fue citado en calidad de Cónsul por el Senado, para mediar en un contencioso entre tribunos y plebeyos. Resuelve pronto y efectivamente, logrando en armonía el acuerdo entre las partes.
En 458 a. C., para salvar al ejército romano y a Roma de la invasión de ecuos y volscos, el Senado le requiere de nuevo, otorgándole poderes absolutos y lo nombra “dictador” por seis meses.
Tras conseguir la victoria sobre los invasores en sólo dieciséis días, rechaza todos los honores, se despoja de la toga orlada de púrpura, propia de dictador, y aunque aún podía prolongar el mandato durante meses, renuncia y se reintegra a su vida campesina.
¡Sí estimados lectores! Igual que nuestros políticos, ¿verdad? ¡Efectivos, cumplidos y honrados!
Pisístrato y Lucio Quincio Cincinato son dos casos emblemáticos que demuestran que no todos los tiranos ni todos los dictadores, son necesariamente retrógrados e imbéciles.
¡Las acciones justicieras, apaciguadoras, constructivas e incluso algunas reformistas, evidentemente dan gloria a los dictadores!