La Revolución Francesa, que ayer conmemoramos, es el paradigma de las revoluciones sociopolíticas y al igual que casi todas es aclamada y recordada como un referente histórico. Las revoluciones constituyen un punto de inflexión y marcan el inicio de un nuevo orden que repudia y corrige al orden anterior. De allí que una revolución exitosa califica al sistema anterior como el “ancien régime” (Francia), y consagra al nuevo escenario como el “novus ordo seclorum” (EE. UU.), o el “nuevo amanecer” (España).
Para algunos estudiosos del comportamiento social las revoluciones son anomalías, alteraciones en el armónico discurrir de los hechos; para otros son, por el contrario, fenómenos normales de ese mismo proceso. Quienes defienden esta última postura hacen eco de la ley de los péndulos de manera que las sociedades están en constante movimiento de un extremo al otro, nunca se detienen y tienden hacia el polo contrario. Es el mismo principio que inspira la idea oriental, de muy vieja data, del Ying/Yang; el encuentro de los contrarios que están siempre atrayéndose y siempre rechazándose, pero que se complementan.
Las revoluciones son procesos que duran varios años; a veces no se puede distinguir la línea que demarca el fin. En otros casos se puede definir el final del movimiento, como la francesa que concluyó con Napoleón; la revolución mexicana terminó con la Constitución de Querétaro uno seis años después. Las raíces de la revolución rusa se entremezclan con todas las intrigas europeas previas a la Primera Guerra Mundial. La revolución cubana que entró como vendaval caribeño arrasando con todo se ha quedado estancada en el tiempo. Los ingleses, poco proclives a estas alteraciones, poco celebran la revolución inglesa de Cromwell. En todo caso las revoluciones tienen diferentes etapas o fases y se proyectan en base a algún hecho determinante como la toma de La Bastilla, el asalto al Palacio de Invierno, la gran marcha sobre Pekín.
En Guatemala también celebramos “nuestra revolución”, es la del 20 de octubre de 1944. Sin embargo, y a pesar de lo grandioso de esa gesta cívica ha habido en el país otros eventos con mayor merecimiento del honroso título de revolución. Es cierto que en el `44 la ciudadanía se sacudió el oprobioso régimen de Ubico (Ponce Vaides) pero más que imponer un nuevo orden permitió que Guatemala se actualizara con las tendencias democráticas y sociales que prevalecían en todo el mundo (de esa cuenta se implementó el sistema de seguridad social y el Código de Trabajo). Acaso por falta de tiempo fueron pocos los cambios reales de esa revolución; menos de diez años después triunfó la llamada “Liberación” que cambió la inercia que imponía la revolución.
Si revisamos nuestra historia veremos que nuestra verdadera revolución es la que también acabamos de conmemorar, pero con nombre equivocado. La recordamos como Día del Ejército pero en ese 30 de junio de 1871 marcó la derrota del ejército regular (Cerna) por parte de un grupo sublevado a las órdenes de García Granados y Barrios. Ese triunfo revolucionario puso fin a muchos años de regímenes conservadores para imponer ostensiblemente uno de corte liberal. Los conservadores se distinguieron por ser, valga la redundancia, “conservadores”, esto es, poco propensos a los cambios (¿para qué quiero cambiar si la situación me es favorable?). La llamada Revolución Liberal abrió las puertas a muchos gobiernos liberales motivados por el cambio e inspirados por una visión protagonista del Estado (como gestor de los cambios), por un marcado anticlericalismo (para disminuir la resistencia de los prelados) y por el impulso a la educación del pueblo en general (como medio de contrarrestar a las clases dominantes).