La primera noche que pasó la pequeña Dalisei, de cinco años, en Estados Unidos fue en prisión. Su madre le había pagado 5 mil dólares al coyote para que las sacara de un pueblo de Honduras y las llevara a la frontera estadounidense.
McAllen / Agencia dpa
Por la noche, cruzarían el Río Grande en un bote inflable. Pero una vez logrado ese salto y tras caminar cinco horas por los descampados de Texas, la policía las detuvo.
Hambrientas y exhaustas, fueron trasladadas a la estación de la policía fronteriza en McAllen. «Dormimos en el suelo», relata la madre de 27 años, que pasó cinco días bajo custodia policial. Les daban una tortilla, una manzana y una botella de agua por día. Dalisei lloraba. «Uno llora cuando creía que todo sería distinto», cuenta su madre.
Como ellas, cada día cientos de inmigrantes llegan al valle de Río Grande, que separa México de Estados Unidos. Llegan con las manos vacías y muchas veces con grandes deudas. No poseen nada más que las desgastadas ropas que visten. Un muchacho de 11 años guatemalteco que fue hallado muerto en tierras solitarias no vestía más que botas y jeans. Había grabado el número de teléfono de su hermano de Chicago en su cinturón.
Las cifras aumentan sin parar, y mientras los políticos en Washington continúan debatiendo una reforma migratoria, las comisarías de policía y los juzgados colapsan ante el aluvión de casos. Desde octubre del año pasado las autoridades estadounidenses detuvieron a más de 52 mil menores que no se encontraban en compañía de ningún mayor. La cifra duplica los registros del mismo período del año anterior.
Un tercio de esos menores proviene de Guatemala, Honduras y El Salvador. Según estimaciones del gobierno, hasta el próximo octubre podrían ser 90 mil los menores de 18 años que lleguen al país, mientras que en 2015 la cifra incluso podría alcanzar los 142 mil. El presidente Barack Obama se refiere a esta problemática en términos de una crisis humanitaria.
«Es tremendo. Hay muchos traficantes de droga, muchos asesinatos», cuenta una mujer de Guatemala sobre la realidad que la impulsó a abandonar su país. «A veces matan a la gente así, sin vueltas», asegura su hijo de 12 años, desde un refugio improvisado dentro de una iglesia de McAllen.
Al parecer quienes se lucran con este negocio difunden información errónea sobre las políticas de inmigración de Estados Unidos para atraer a más personas. Algunos incluso aseguran que el gobierno reparte «permisos» de residencia o de estadía.
Y de hecho sí se entrega una especie de formulario legal, pero uno muy distinto de lo que tanto esperaban. Porque en lugar de suponer una puerta abierta hacia una nueva vida, es una citación al juzgado que decidirá sobre la eventual deportación y el futuro de los migrantes.
Pero los jueces se han visto desbordados: los 230 jueces competentes de inmigración deben asumir 360 mil casos, es decir, más de mil 500 cada uno, según las últimas cifras. Muchos de ellos demoran años, y el sistema judicial sigue acumulando cada vez más masas de actas.
Estados Unidos ha lanzado hace tiempo su propia campaña informativo en países de América Latina con el objetivo de poner coto al flujo migratorio. Y Obama se dirigió casi con desesperación a los padres centroamericanos a través de un mensaje emitido por televisión. «No envíen a sus hijos solos en los trenes o con bandas de traficantes», advirtió, al tiempo que urgió al Congreso a reformar la deportación de menores que establece la legislación de 2002 y 2008.
Hasta ahora, los menores son entregados a autoridades sanitarias y permanecen con parientes o familias en Estados Unidos hasta que sus casos son aclarados. Los niños de Canadá y México pueden ser deportados directamente.
Si fuese por Obama, los uniformados deberían poder decidir directamente en la frontera si se envía de regreso a los centroamericanos o si se espera a que su caso sea evaluado por la Justicia, en el caso de que exista amenazada o persecución o el peligro de que los migrantes caigan en redes de trata de personas.
Sin embargo, es poco probable que un niño de por ejemplo cuatro años convenza a un oficial de frontera con sus miedos, critica Wendy Young, de la organización «Kids in Need of Defense» (KIND).
Muchas veces los traslados se hacen en botes para entre ocho y 12 pasajeros que cruzan las aguas en plena oscuridad. Dalisei y su madre también recorrieron ese camino. Sólo cruzar el río les costó mil dólares. Y eso que las embarcaciones oficiales pueden estar a la vuelta de la esquina buscando a los coyotes y narcotraficantes.
Algunos de los migrantes intentan cruzar a nado, cuenta un policía en el Parque Anzaldua, donde algunos pescan y otros hacen carne a la parrilla. Las patrullas no descansan.
Obama pretende poner a disposición unos 2 mil millones de dólares (mil 460 millones de euros) para reforzar las murallas estadounidenses. En 2005, siendo senador por Illinois, también votó a favor de reforzar un tercio de la frontera de 3 mil 200 kilómetros en el sur del país. Ahora el objetivo es apuntalar la muralla con más policías, jueces y refugios de emergencia.
El estado de Texas no da abasto, y muchos de los inmigrantes son trasladados a otras regiones, en las que no se les ofrece mejores condiciones. Según la emisora «Fox News», en el nuevo campamento en una base de la fuerza aérea en San Antonio cunden las paperas, la varicela y la sarna.
«Les dejan sin nada», dice Ofelia de los Santos, que trabaja como voluntaria en una iglesia católica de McAllen. Los niños muchas veces están deshidratados, engripados y tienen diarrea cuando reciben el sobre amarillo de la policía para ser transportados a una estación, desde donde parten, muchas veces sin saber ni una palabra de inglés, en viajes que pueden durar hasta 20 horas por tierra rumbo casa de sus familiares.
Y la avalancha no se detiene.
Por SONIA PÉREZ
SAN JOSÉ DE LAS FLORES / Agencia AP
Gilberto Ramos quería dejar su frío y remoto pueblo montañoso para viajar a Estados Unidos, trabajar y ganar dinero para pagar un tratamiento contra la epilepsia que padece su madre.
Ella le rogó que no se fuera. «Mi hijo me decía que se iba para ayudarme a curar mi enfermedad, pero yo le decía no te vas hijo», dijo Cipriana Juárez Díaz entre lágrimas en una entrevista con The Associated Press. «Yo no quería que se fuera porque con él tenía yo consuelo».
Como no logró convencerlo, le colocó un rosario blanco que le garantizara un viaje seguro a través de la frontera.
Un mes más tarde, su cuerpo en descomposición fue encontrado en el desierto de Texas. El niño ahora se ha convertido en un símbolo de los peligros que enfrentan un éxodo de menores solos que cruzan la frontera ilegalmente con Estados Unidos provenientes de Centroamérica.
Las autoridades dijeron el lunes que Gilberto, de 11 años, ha sido uno de los infantes más pequeños que murió cruzando ese desierto. Pero sus padres dijeron el martes que Gilberto tenía 15.
Explicaron que les había tomado varios años hacer el trámite del registro de su nacimiento debido a que viven en una remota aldea en las montañas del norte de Guatemala. Cuando lo hicieron, se olvidaron de la fecha de nacimiento de Gilberto así que lo registraron con el día en que nació su hermano menor.
«Era un buen hijo», dijo Juárez. «Que Diosito que me dé valor para poder soportar cuando él venga (el cadáver sea repatriado)».
El cuerpo del muchacho fue encontrado sin camisa. Probablemente murió de insolación, pero aún conservaba el rosario que su madre le había dado.
Durante décadas, los adolescentes que van en busca de trabajo a Estados Unidos constituyen buena parte de la población de hombres jóvenes que salen de América Central escapando de la pobreza y la violencia de las pandillas. Pero la cantidad de niños inmigrantes que viajan sin compañía y cruzan la peligrosa frontera ha visto un aumento en los últimos tres años.
Un aumento que se explica por el rumor que los inmigrantes han escuchado de manera insistente: que los niños que viajan solos o lo hacen con sus padres, son liberados por las autoridades fronterizas estadounidenses para darles una citación para comparecer a una corte de inmigración. Luego son liberados. En su aldea, Gilberto escuchó el rumor y pensó que si lograba cruzar la línea fronteriza se podía quedar en Estados Unidos, dijo su familia.
Los mexicanos que son atrapados en la frontera son capturados y devueltos a México, que usualmente está a unos cuántos kilómetros.
Ramos nació y se crio en San José de las Flores en una modesta casa de madera y metal laminado construida en la sierra de Cuchumatanes, en la provincia de Huehuetenango, fronteriza con México. Es un lugar hermoso, ubicado a unos 2 mil metros sobre el nivel del mar, con picos y cañones de exuberante belleza que contrastan con la pobreza extrema en la que viven sus habitantes.
No hay agua potable ni acueducto. El hogar tiene sólo una letrina. Comen tortillas y atole de trigo, una bebida similar a la avena, disuelta en agua o leche y que se toma caliente. Pero nunca hay suficiente para alimentar a todos.
El modesto grupo de casas donde Gilberto vivía sólo es accesible a pie, una caminata de kilómetro y medio en un camino rocoso, lleno de fango, entre cañones y las montañas. Gilberto hacía esa ruta, de casa a la escuela, todos los días. Cursó hasta el tercer grado antes de abandonar sus estudios.
«Él tenía que trabajar para ayudar a su familia», dijo Francisco Hernández, unos de sus profesores, que recordó que a Gilberto le encantaba dibujar. «Por eso dejó la escuela».
Gilberto y su padre, Francisco Ramos, cosechaban y limpiaban el maíz. Las cosas mejoraron cuando el hijo mayor de la familia, Esbin Ramos, logró llegar a Chicago y se empleó en un restaurante. Enviaba entre 100 y 120 dólares, cuando lo podía hacer. Ese dinero le permitió a su familia construir una casa de bloque de cemento de dos habitaciones, pintarla de verde y rojo brillante, y así reemplazar la casucha de madera.
Gilberto dormía en una especie de colcha de espuma en el suelo.
Bajito, tranquilo y humilde, Gilberto prefirió quedarse por mucho tiempo con sus padres. Pero se aburrió y se desesperó, según Esbin Ramos. La epilepsia de su madre recrudeció y su hermano mayor le dijo que se dirigiera a Chicago, donde podría volver a la escuela y trabajar de noche y los fines de semana.
Gilberto salió rumbo al norte el 17 de mayo con una muda de ropa y una mochila dispuesto a seguir la misma ruta de su hermano: caminar por la trocha entre el barro y las pendientes hasta el centro de San José de las Flores. Luego, tomar un autobús hasta el poblado de Chiantla para reunirse con el coyote que lo iba a cruzar. No se llevó sus botas vaqueras porque no quería que se arruinaran, dijo su padre.
El viaje costó 5 mil 400 dólares. La familia pidió prestado 2 mil 600 dólares. La primera semana del viaje pagó 2 mil dólares y otros 600 la semana antes de que Gilberto muriera. La familia aún debe ese dinero.
Esbin Ramos dijo el martes que no conocía los pormenores del viaje de Gilberto hasta la ciudad fronteriza de Reynosa. Cuando él hizo el viaje, el trayecto lo hizo en la parte trasera de una camioneta. Lo único que sabía es que Gilberto había llegado allí en autobús.
«Voy bien, sólo deposítame el dinero», le dijo Gilberto a su padre cuando estaba a punto de cruzar hacia Texas.
Fue entonces cuando Gilberto y el coyote desaparecieron. Sus padres trataron de llamar a este último. Cuatro días pasaron. Luego cinco, luego seis. Para el octavo día, Esbin Ramos ya estaba preocupado. Llamó al consulado de Guatemala en Houston y a Guatemala en busca de ayuda, dijo.
Luego recibió una llamada de una mujer de McAllen, Texas, que es funcionaria de una institución del gobierno cuyo nombre no recuerda, que le dijo que su hermano había muerto. Habían encontrado el cuerpo el 15 de junio, le dijeron las autoridades, y el número de teléfono del Esbin, que estaba camuflado en la hebilla del cinturón de Gilberto, una táctica empleada por muchos inmigrantes para ocultar información a los narcotraficantes que buscan extorsionar a sus familias.
El consulado de Guatemala en Estados Unidos notificó el martes a la familia que el cuerpo de Gilberto se les devolvería pronto pero que dependía de la disponibilidad de un vuelo para trasladar el cadáver. Su padre ya está preparando su tumba en el cementerio del poblado.
Postrada en la cama, la madre logró pararse entre tumbos para rezar en un altar decorado con flores silvestre, y que fue hecho en honor de Gilberto en la colcha de espuma donde él dormía. Carece de fotos porque la familia envió la mayoría de ellas a Estados Unidos para que las autoridades identificaran el cuerpo.
«El coyote me dijo que se lo iban a llevar por un lugar seguro, yo le tenía confianza», dijo el padre, Francisco Ramos, «Pero ese fue el destino de mi hijo».