Hoy hace tres años, mi familia se convirtió en una estadística más de la violencia que azota nuestro país. Tengo muy presente lo que significa el golpe y las horas posteriores, así como el pasar de los días en los que se espera ir recobrando alguna normalidad con un vacío que termina siendo eterno aunque la vida continúe. Como ocurre en la vida, a los más cercanos es a quienes más les cuesta salir adelante, pero luchan contra la adversidad en lo que termina siendo una lección de la vida.
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Lastimosamente esa es la historia de miles de guatemaltecos que se repite a diario y a lo largo y ancho de nuestro país; muchas de esas personas ni siquiera han tenido la “dicha” que la justicia pueda ejercer su acción reparadora, que aunque no revive a los muertos, ayuda en el proceso de sanación.
Y como la violencia y la inseguridad es uno de nuestros principales problemas, sobrevivir en Guatemala se convierte en el reto número uno y ello no nos deja ver más allá.
Y así, sin darnos cuenta y sin hacer nada para detenerlo, Guatemala sigue siendo un país en el que nuestros niños que nacen pobres tienen más probabilidades de morir igual, aunque traten de disminuir esos chances empezando a laborar a una temprana edad o intenten migrar a los Estados Unidos para seguir el camino de millones. Para muchos, lastimosamente no son las aulas su mejor arma para salir adelante, si no las que proveen las maras y el crimen.
Tenemos un criterio sobre la justicia cuya primera opción es resolver las cosas a balazos alimentando la “cultura de la muerte”. Un sistema de justicia que desde la época del conflicto armado fue instrumentalizado para controlar los crímenes de guerra, pero que tras la firma de la paz, se instrumentalizó para todo menos para brindar justicia pronta y cumplida. Es algo así como los sicarios que empiezan matando mareros, que luego terminan matando al comerciante que no pagó una factura.
Tenemos una entidad fiscal que no recauda porque las autoridades no predican con el ejemplo perdiendo solvencia moral para el cobro y porque, además, han hecho pactos con los sectores poderosos (formales e informales) que los obligan hacerse de la vista gorda de muchas cosas. La solución no es traer a una empresa argentina, si no meter al bote a los pícaros que se roban los impuestos.
Un Ministerio Público que no quiere entrarle a los grandes casos de corrupción, una Contraloría de Cuentas que es la chamarra de los corruptos, una Corte de Constitucionalidad al servicio del mejor postor, un Congreso al que accede quien paga la curul, un Ejecutivo que es una agencia de hacer negocios y un sistema de salud que se preocupa más por los proveedores de medicinas que por los pacientes y médicos honrados.
En otras columnas alguien me ha preguntado, y entonces ¿qué hacemos? No tengo la respuesta concreta, pero sí creo que de las cosas más ordinarias surgen las extraordinarias y que de las cosas sencillas que nos parecen insignificantes se empieza a crear Nación.
Si nos preocupamos de predicar con el ejemplo, de juzgar los hechos por igual sin sesgos de clase, de indignarnos ante las injusticias, la corrupción y el manoseo de todo nuestro sistema, podemos ver luz al final del túnel.
“Dios quiere mártires y no babosos”, decía mi bisabuelo; nadie debe ponerse un blanco en el pecho porque nada cambiará con la muerte, pero sí debemos luchar porque cada día seamos más los que tengamos conciencia que estamos a bordo de un barco a la deriva.
Que la partida de aquellos que han dejado este mundo de forma cruel, nos sirva a todos como aliciente para luchar por tener una sociedad más justa, más incluyente, más honrada y con oportunidades para todos aquellos que las piden a gritos.