La sala o habitación de atender visitas más o menos distinguidas, a medio corredor, estaba cerrada bajo siete llaves y media, a buen resguardo de travesuras patojiles y de chirises desgarbados como yo. Dos o tres veces, si mucho, por pocos segundos, tuve ocasión de entrar en dicho santuario familiar, y entonces no recuerdo debido a qué milagro. De pequeñas dimensiones, se mantenía en recatada penumbra.
Un sofá y dos sillones de alto respaldo forrados de fino tafetán azul oscuro, coronados con tapetes de blanco bordado, una mesita central con búcaros de flores artificiales, una discreta urna en un rincón con alguna imagen religiosa, la única ventana de vidrios opacos cubierta de cortinas color beige… y, algo insólito, si no era alfombra aquello que sentí bajo mis pies, lo parecía…
Recuerdo a una de las hermanas Albizúrez, regreso de la tienda, a eso de las cinco de la tarde, con una descomunal panera cubierta con servilleta blanca que más parecía sábana, tratando de mantener el equilibrio para sostener aquella pirámide maya de franceses, pirujos, desabridos, hojaldras, champurradas, molletes, churros, semitas, cachitos, conchas, cortadas, cubiletes… para la cena de aquella prole-legión que en el terreno del yantar no le hacía melindres a nada.
Dato curioso y significativo: aparte de diminutivos e hipocorísticos, entre los miembros de aquella temperamental familia no se tenían apodos, no obstante su natural perspicacia y sentido del humor… o yo nunca los supe, aunque era imposible ignorarlo dada la extrovertida y desinhibida escenificación de su jocoseria vida.
“Gobernaba” el país Miguel Ydígoras Fuentes, un chafarote inepto y corrupto (valga la redundancia), payaso ubiquista, quien mandaba a sus esbirros poner bombas terroristas y así culpar a la incipiente guerrilla urbana. Iniciador del terrorismo de Estado y la corrupción institucionalizada. (Se cree fue “Ven qué Viejo” quien también mandó a incendiar el Hospital Neurosiquiátrico, pacientes incluidos, con fines “humanitarios” de inspiración anticomunista…)
En aquel barrio vimos a nuestro primer muerto en la vida. “Puro” – – así llamado porque fumaba habanos de a medio len – -, recogedor de basura, borrachín, medio chusema y de pésimo genio, digna encarnación del “Coco” asustaishtos, se desbarrancó un día con todo y goma fermentada al aventar a un barranco cercano, allá por “La Ruedita”, el costal harto de basura. Su hinchado cadáver, panza arriba, pasó frente a nuestras casas y ante nuestras desorbitadas miradas en una carretilla de mano (no por él llevada, se entiende) rumbo a la morgue.
Entonces un muerto, así fuera por accidente o enfermedad, así se tratase de un extractor de desechos, así careciera de alguien que lo llorase, todavía era un ser humano, un alma, una persona, un prójimo, un semejante con algo más que simple y obvia semejanza. En un vecindario de entre clase media y baja toda muerte era de alto impacto y los muertos tardaban semanas, meses e incluso años en morirse… Y se daba el caso extraordinario, a escala nacional, de muertos que nunca morían en tanto vivos hubiera.