Se levantó como cada mañana, por el ruido de los buses, los brochas y la gente que apurada buscaba la misma camioneta para llegar a su destino. Bien hubiera podido quedarse acostado, envolverse en la colcha, cerrar los párpados y perderse de nuevo en uno o varios sueños de esos que invitan a vivir así, extraviado, jubiloso y cubierto. Pero los bocinazos, ese olor a fritura que llegaba de muy cerca y un resorte emergido de ese colchón que un día fuera verde, lo obligó a levantarse, calentar agua para hacerse un café y contar el dinero contenido en la gorra que Hernán le había dejado.
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Las monedas hacían pesada la gamuza pelada y unos cuantos billetes con la cara de García Granados, Justo Rufino Barrios y José María Orellana, lo invitaban a terminar de despabilarse y ponerse a pensar en nuevos gestos, nuevos bailes, algo más, algo que le hiciera seguir gustando.
Pasó la mañana en esas, prendió la radio, ensayó pases de baile, se miró al espejo por largo rato y sus cejas, sus ojos y sus labios se encorvaban, se agrandaban y danzaban combinando con el maquillaje blanco, resultado de vaselina y óxido de zinc.
Por la tarde pasó comprando pollo frito, un agua y bolsa de globos en la librería de la 5ª. Calle Poniente, se encaminó a una banca e inició la transformación de su rostro. De sombrío a blanco sonriente, incitador, coqueto. Como Garrick, de Juan de Dios Peza, se convirtió en ese personaje que alivia el cansancio de caminar en el empedrado, que hace olvidar por un momento la tristeza, que pierde el capricho de un niño por un rehilete.
Ya instalado en la 5ta. Avenida Norte, colocó la utilería rodeando la maleta, prendió la grabadora, cuyas baterías tenían apenas dos días de estreno, e inició a dar vueltas en el monociclo para atraer a la clientela.
Era un éxito total, la gente se amontonaba para ver al mimo reguetonero, las risas retumbaban, los aplausos no cesaban y Efrén posaba para los flashes de los turistas de todos lados que lo schiteaban.
Pasó la gorra, la de gamuza, sin dejar de mover su ágil cuerpo, provocando más aplausos, pero cuando se disponía a realizar el acto final de la jornada, la vieja ciudad se oscureció. La gente asombrada ante el apagón empezó a desperdigarse. Efrén se aproximó a su maleta para guardar sus enseres artísticos y al verse ya solo en ese escenario improvisado, caminó rumbo a La Terminal, en busca de su casa. Bajo la oscuridad iba pensando en acostarse, envolverse en la colcha y ponerse a soñar rico, iba pensando en una pelirroja que le apachaba el ojo cada vez que él volteaba, iba pensando en el atol de la Alameda Santa Lucía, y dejó de pensar por algún tiempo. Cuando despertó la lluvia caía suavemente, hundido en un charco de agua enlodada en la oscuridad de la noche, no supo a ciencia cierta dónde se encontraba. Lo que sí supo es que su maleta, su atrezo y su gorra de gamuza ya no estaban.